Hace no más de una semana, abandoné la agitada ciudad y me instalé en una modesta casa en el campo. Dejé atrás el tóxico aire de la urbe, el olor a combustible y toda esa podredumbre que envenena la vida humana.
Mas, en el vecindario, el pánico comenzó a apoderarse de la gente. Había un asesino suelto, y se decía que había matado a una anciana a golpes, utilizando algún objeto contundente, una garrocha o una barra de hierro.
Luego, hallaron el cuerpo de una joven de no más de veinticinco años, también con marcas de feroces golpes.
A pesar de las patrullas permanentes de la policía, el asesino no cesó y, pronto, dos cuerpos más fueron encontrados. Una pareja de ancianos, violentamente asesinados en una misma casa, en distintas habitaciones.
El asesino también mató al tranquilo perro de mi vecina, dejándolo ahorcado en el monumento de la plaza principal.
Entonces, mi decisión estaba tomada. El miedo me ha impulsado a huir de aquello que pensé que era el hogar, en busca de un refugio seguro.
Me mudé a esta simple casita de campo, donde puedo respirar tranquilo y sentir la libertad que solo se encuentra a la sombra de los árboles.
De hecho, lo que me enamoró del lugar es que hay un gran patio trasero en el que podría esconder los cadáveres de sus antiguos habitantes: un detalle, a mi parecer, nada insignificante.