La Alfombra

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Esta historia empieza con Alberto. Mejor dicho, con el cadáver de Alberto, muerto en la alfombra.

Lo encontró su hija, al llegar del trabajo. Entró en pánico al ver a su padre caído en la alfombra nueva, manchando con la sangre que salía a mares desde su pecho, donde estaba la herida aparentemente hecha con un hacha.

Llamó a la policía, y les dijo que a su padre lo habían matado, arriba de la alfombra, que era nueva e importada de Asía.

En el interrogatorio preguntaron a la hija quien podía haber sido, que si creía que había alguien que odiaba o envidiaba a su padre, teniendo en cuenta que esa alfombra era mucho lujo, y a más de una persona podría molestar la buena fortuna de otros.

Pero ella dijo que la alfombra, si bien la había comprado su padre, era para ella, la había comprado para ella. Que si a alguien debían envidiar, y no los culpaba si lo hacían, era a ella misma.

La policía también preguntó si había alguien más que pudiese saber de la alfombra. Ella dijo que el único que podría era Enrique, un compañero de trabajo, con el que el padre compartía mucho tiempo, ya que eran amigos desde la infancia.
Pero que no podía ser él, porque Enrique al igual que su padre era un bohemio. Poco y nada le importaba lo material, incluso le había aconsejado que no la compre. Aunque la madre insistiese en que sí.

Entonces la joven recordó que su madre también estaba en la casa durante el día, que si alguien sabía qué había pasado, seguramente sería ella, pero la viuda no estaba por ninguna parte. Fue entonces cuando, para la policía, se convirtió en la primera sospechosa. Dos horas más tarde fue encontrada en un hotel a las salidas de la ciudad, tratando de huir.

El juicio contra Herminia, la supuesta asesina y esposa del difunto, empezó esa misma semana. Cuando se la cuestionó en el juicio, se negó a declarar. Pero pocos minutos después llamaron a testificar al mejor amigo del difunto, Enrique, quién con lágrimas en los ojos lamentaba la pérdida de su amigo, y contaba que él le había aconsejado que no compre esa alfombra, qué tanto lujo sería para problemas. Que si esa mujer lo mató, fue únicamente por envidia, porque él tenía la posibilidad de comprar una alfombra tan hermosa, algo que ella jamás podría pagar con una pensión como ama de casa.

Entonces después de antes no haber dicho una palabra, Herminia ahora soltó un grito para decir a Enrique que se deje de estupideces, que ella estaba muy orgullosa de su marido por haber comprado esa alfombra, y la cuidaba más que su propia vida.

-¿Vieron lo hermosa que era esa alfombra? yo me desvivía por ella. ¿Usted la vio Señor juez? traída directamente de Arabia, tejida a mano, con piedras incrustadas en los bordes, Es una belleza… bueno era.

-Entiendo- dijo el juez, mientras asentía con la cabeza.

-mil veces le dije que para pisar en la alfombra, se quitara los zapatos, mil veces se lo repetí. Pero el Señor tuvo el tupé de venir con los zapatos embarrados y pisar en medio de la alfombra. ¿Con qué derecho? con todo lo que yo cuido las cosas. No pude con mi ira, fui hasta el patio y agarré el hacha que estaba apoyado en la pared del fondo. El imbécil solo atinó a pedir perdón, pero mi enojo era muy grande y ya no pude contenerme. Le hundí el hacha en el pecho y la sangre brotó a borbotones  fue ahí que me di cuenta del error del horror que había cometido: la alfombra estaba arruinada, y yo sé que un poco de tierra podía ser limpiada, pero ¿alguna vez trataron de sacar sangre de una alfombra? Es prácticamente imposible, mucho menos de una alfombra tan fina como esa. Nada de lo que yo hiciese podía tener perdón, entonces huí. Al hacha la tiré en el río, así que no se gasten en buscarla, no la van a encontrar-.

Tras la confesión de la mujer, el juez pidió al Jurado Que dictamine su veredicto. Bastaron diez minutos para que el Jurado, de manera unánime, declarara culpable a la mujer.
Entonces el juez, dictaminó una sentencia de cinco años por el asesinato de Alberto, y como la alfombra era de su hija, no de ella, también añadió cargos por daños a la propiedad privada, obligando a la mujer a pagar la totalidad de la alfombra a su respectiva dueña, y además cumplir una condena de setenta años en prisión, más los años imputados por el asesinato.
La gente en las calles estaba feliz, de que por una vez en la vida la justicia se cumpliera. Y aunque les parecieron pocos años, estaban felices de que al menos una persona con el alma tan oscura como para arruinar una alfombra tan hermosa, no ande libremente por las calles.

Poco y nada se habló de Alberto, al que la gente simplemente lo nombraban como "el esposo" o "el tipo que tenía la sangre que manchó la alfombra".

En su entierro solo estuvieron Enrique y el cura, pero este último dio unas palabras rápidas y se fue porque tenía cosas muy importantes que hacer.

Este amigo fiel, que aún lloraba la pérdida de su compañero de trabajo, prometió frente a la tumba que bajaba, nunca casarse. Y si alguna vez rompía su promesa,  porque el hombre es débil y las promesas pueden romperse, prometió con todo su corazón, que jamás en la vida, bajo ninguna circunstancia, compraría una alfombra importada.

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