Dos días hemos pasado huyendo del abominable ser que nos persigue en el bosque. Ninguno de nosotros sabe qué es, pero ha abatido a siete de mis compañeros, destrozándolos y mostrándolos descarnados a nuestros pies. Aún respiran, pero su glacial mirada y su pavoroso aspecto no dejan lugar a dudas de que desearian haber muerto antes de contemplar lo que sus ojos contemplaron.
Éramos diez lo que partimos, dispuestos a cazar en el tupido bosque, pero la aparición de esta criatura indefinible nos ha llevado a la vorágine del terror. No podemos detenernos sin sentir su presencia fluyendo en las sombras y tras las rocas.
Pero hay algo aún más aterrador: si todos nuestros ojos miran hacia la derecha, aquello a lo que no podemos ver, nos ataca en dirección contraria, destrozando brutalmente a nuestros compañeros más lejanos, fuera de la órbita de nuestra visión. Se mueve con una velocidad sobrehumana, y nos sentimos como fútiles insectos frente a su poder.
Creemos que es inmenso, de una estatura tal que hace temblar los árboles a su paso. Nunca escuchamos su voz ni siquiera algún gruñido, sólo los aterrados gritos y sonidos de huesos rotos de aquellos que alcanza y golpea con cólera.
Ahora sólo quedamos mi hermano y yo. Ya no seguimos hablando, no desde hace horas. Sólo nos miramos, y sabemos que el fin está cerca, que el momento terrible está a punto de llegar. Rendidos, vencidos por la fatiga, caemos arrodillados frente a frente, apretando nuestras manos con fiereza.
Luego, con los ojos clavados el uno en el otro, sin atrevernos a mirar a otro lado, oímos múltiples, enormes y terroríficas pisadas a nuestro alrededor. Es entonces cuando entendemos todo.
