VIII: El bosque y la puerta

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Jasón caminaba un par de metros por delante de Orfeo. Llevaba la espada encima del hombro cual campesino despreocupado, pues no había encontrado ninguna bestia en el camino.

El poeta se hallaba unos pasos atrás afinando su guitarra con la flor brillante entre los dientes. Aún no podía creer que el rey considerara a ese muchacho un héroe. No podía creer que Perséfone le hubiese puesto atención a él.

¿Por qué no se les aparecía y ya? En siete días terminaría el verano, lo cual significaba que la Temible Diosa seguía sobre la tierra esperando para irse de vuelta con su marido. ¿Por qué no les llevaba a la entrada del inframundo con un carruaje hecho de margaritas?

Orfeo tocaba ajeno a todas estas interrogantes. Afinaba las cuerdas de su guitarra negra, distraído con la naturaleza a su alrededor. Ya estaba anocheciendo, pero él no daba señas de cansancio. Jasón comenzaba a creer que no era del todo humano.

En la oscuridad de la noche que comenzaba, el clavel carmesí emitía un leve fulgor que le permitía al poeta seguir adelante. No parecía querer contestar a las súplicas de Jasón para detenerse. Sus rodillas ya le afectaban a los cuarenta y cinco años.

—¡Orfeo! —exclamó finalmente el hombre, ya cansado del poeta y sus juegos.

Hizo ademán de agarrar la flor para detener su caminar, pero Orfeo le detuvo la muñeca con puño de hierro. No parecía hacer tanta fuerza contra su compañero de viaje, aunque Jasón sentía cómo la sangre dejaba de fluir hacia sus dedos.

La mirada de Orfeo estaba perdida, como si hubiese entrado en un trance al ver amenazada a la plantita brillante. No parecía estar consciente de lo que hacía, solo se preocupaba de mantener su clavel alejado de las manos del enemigo.

—No te acerques a ella —musitó el poeta.

Su voz era distinta. Ya no era como la de un animal apaleado, era más... antigua. Tenebrosa. Era la de algo más arcaico.

Quizá era la de los dioses.

—Amigo, me lastimas —se quejó el hombre.

Orfeo parpadeó, despertando del trance. Ni siquiera le preguntó cómo estaba ni le pidió disculpas, solo le soltó y volvió su atención a la flor. Esa cosa no había sido la dañada. ¿Qué habría pasado si le hubiese roto la muñeca al pobre Jasón? Se las tendría que valer por sí mismo sin un espadachín brillante.

—¿Por qué hablas de eso como si fuera alguien? —le preguntó Jasón al ver que Orfeo no imploraría su perdón.

—Porque no es un eso —respondió él con simpleza.

Hombre, gracias, pensó el enviado del rey. Eso lo aclara todo. A pesar de la escenita y de la actitud extraña de Orfeo —quien sin duda tenía la cabeza un poco tocada por los dioses, como decían en el pueblo a tipos tan raros—, no pudo evitar recordar lo que él le había dicho al rey. Creo que tendremos suficiente con esto. Había indicado la flor. Aún no llegaba a comprender por qué diablos no cesaba su brillo, pero estaba seguro de que ese maldito poeta del que ahora era niñera iba a evadir esa pregunta con una de sus ensoñaciones estúpidas.

—Oye, Orfeo —llamó Jasón una vez más—, ¿tú crees en los dioses?

—Pues claro —replicó el poeta como si fuera la cosa más obvia del mundo—. ¿Por qué no habría de hacerlo?

—Porque... no sé, no siempre las personas como tú creen en ellos.

Personas que no han tenido una buena racha. Se había dado cuenta de lo mucho que había sufrido. En todo caso, eso no le daba el derecho a ser el niño bonito favorito del rey. ¿Por qué iba a creer en dioses que le habían convertido en un poeta vagabundo en un bosque?

La canción de los espíritus © [ONC 2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora