XIII: El ascenso y el silencio

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Así como tampoco le agradaba la oscuridad, Orfeo odiaba el silencio.

Por eso era un poeta; su vida estaba llena de música. A veces era triste y otras feliz, pero siempre había una melodía recorriendo sus pensamientos. Casi como un decreto, las notas se habían apagado en la mente del muchacho cuando Hades le dio la condición.

Cruzó las puertas del Érebo por entre las piernas de Cerbero, el cachorro de tres cabezas. Ya no miraba al poeta con pena, sino con lástima, si es que eso era posible en sus facciones caninas. Las ánimas que le habían seguido en el camino de ida ya no se hacían presentes; ninguna mano le empujaba en el camino correcto. No podía sentir a nada ni a nadie. Estaba solo.

No, no estoy solo. La doncella estaba detrás de él y, de alguna forma, intuía que también Eurídice se encontraba allí. ¿Cómo, sino, la vería en el mundo mortal? Era lo lógico.

Una expresión asqueada de sí mismo cruzó su rostro involuntariamente. Nada de eso tenía lógica, ¿por qué ahora la tendría? Era un artista que había bajado al mundo de los muertos para devolver a su esposa a la vida y llevar a una doncella codiciada a los pies de un rey al que había conocido tan solo hace unos días. ¿Qué clase de lógica había en ello? Quizá la doncella ni siquiera estaba detrás de él, y todo esto había sido una treta por parte del Señor de los Muertos para deshacerse del poeta sin enfadar a su esposa.

Concéntrate, se dijo, tratando de imitar para sí mismo la voz tranquilizadora de la diosa de la primavera. Confía. Camina. Cada paso es uno más cercano a ella.

La flor seguía en sus manos, su brillo debilitándose. ¿Era porque estaba echando por la borda todos sus esfuerzos para lograr ver a Eurídice? ¿Parpadeaba porque él estaba demasiado concentrado en no mirar hacia atrás y así estaba perdiendo la única oportunidad que tendría para contemplarla?

Concéntrate, se repitió. Perséfone le había ordenado que aceptara la misión del rey. Le había dicho que esa sería la oportunidad para recuperarla. ¿Por qué, entonces, guiaba a una desconocida hacia el mundo mortal, cuando podría haber pedido a su amada al dios del inframundo? ¿Por qué le había concedido un deseo tan escandaloso a un enclenque como él? Jasón había hablado con razón al decirle al rey que no era un héroe. No era musculoso ni varonil, apenas era una espiga de trigo tratando de ganarse la vida con su voz.

—Eurídice, ¿estás ahí? —preguntó.

No hubo respuesta, ni siquiera por parte de las ánimas que le habían acompañado en el descenso. Tampoco la doncella parecía querer contestar.

Era un tonto. ¿Por qué se alejaba del único lugar que podía brindarle el consuelo de su recuerdo? Prefería morir allí mismo que vivir una eternidad sin verla por última vez. Eurídice, la chica que le había dado sentido a su vida cuando ambos estaban perdidos en ella. Ya lo sabía; Hades se había aprovechado de la inocencia del muchacho enamorado. ¿Por qué estoy caminando solo por este camino oscuro y desolado? ¿Por qué el alma de Eurídice vendría conmigo sabiendo que no volverá a la vida? ¿Por qué traigo de vuelta la miseria en la que murió?

Silencio. Ese silencio mortal y oscuro en el que el inframundo estaba inserto era demasiado para el poeta. ¿Por qué la doncella no hablaba como lo hacían las almas que lo habían guiado en su descenso? Si Eurídice le amaba, ¿por qué no le daba una señal de que estaba allí, tras él?

Concéntrate. No mires atrás.

¿Qué sentido tenía la condición que le había impuesto Hades si no había nadie detrás de él? Sí, tenía un poco de talento, pero ¿qué era eso en el mundo de los muertos? Sin su voz él no era nadie. Después de todo, Eurídice le había conocido mientras cantaba. Hades lo había dicho, toda vida se extinguía en el inframundo. ¿Por qué su talento serviría de algo?

La canción de los espíritus © [ONC 2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora