X: El salón y la reina

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En el palacio del Rey había un gran alboroto.

Todos los vigilantes habían visto a este Vivo entrar y no habían logrado hacer nada al respecto. ¿Qué se creía este cantante de cuarta? ¿Qué clase de atrevimiento había que poseer para querer desafiar a Hades y desordenar su organización perfecta?

El dios escuchaba sus pasos lentos e inseguros recorriendo el castillo de arriba abajo. Nervioso. Confundido. Eso le daba tiempo al Señor de los Muertos para pensar en algo. ¿Cómo un Vivo se había atrevido a bajar hasta allí? Antes que nada, ¿cómo un Vivo había encontrado la entrada al inframundo? Eso no era cosa de todos los días. ¿Cómo había franqueado los muros y evadido a los guardias? ¿Habrá siquiera visto al perro gigante que guardaba las puertas de su palacio?

-Disculpe -se excusaba la dulce vocecilla del joven al otro lado de las puertas-, ¿sabe dónde está el Señor de los Muertos?

La única respuesta era el mortal silencio de los esqueletos sin cuerdas vocales para poder decir algo. El muchacho, empecinado en encontrar al dios, seguía vagando por los pasillos, tratando de toparse con alguien que pudiera contestar.

-Traedlo aquí -dijo finalmente, cansado, el Señor de los Muertos.

Hades era un dios como cualquier otro que se encontraba en el Olimpo. Era imperfecto, tal como los mortales creían de todas sus deidades, pero eso no significaba que no pudiera hacer añicos a chiquillos impertinentes como ese estúpido Vivo que quería desafiar a Hades. Todos los malditos héroes que el destino había traído a sus pies en el pasado eran así. Decidió aparecerse frente a él como cualquier rey mortal: una capa negra sobre sus hombros, una modesta blusa del color de la obsidiana y holgados pantalones del mismo tono.

No era difícil adivinar su color favorito.

Por mucho que lo intentara, la corona en su cabeza no podía ser otra que una cadena de huesos. Daba muy mala fama a lo que era el inframundo, pero cada vez que intentaba transformarlo, la ilusión se desvanecía. Solo funcionaba cuando estaba con ella, su esposa, la diosa de la primavera.

Dos guardias trajeron a la fuerza al intruso. Las manos esqueléticas agarraban los hombros de un muchacho menudo y flacucho, casi tan frágil como una espiga de trigo, con la ropa raída y una guitarra a la espalda. Sus ojos pardos reflejaban una curiosa mezcla de emociones. Miedo, confusión, desesperación... y al mismo tiempo una pequeña llama de luz en lo profundo de sus pupilas, casi como la esperanza que se había negado a dejar la ánfora de Pandora. Su cabello castaño flotaba sobre su brillante frente como si viviera en una nube, y sus gestos parecían decir lo mismo de su personalidad. ¿Sabía frente a quién estaba? ¿Sabía a qué diantres se enfrentaba al provocar al Señor de los Muertos de esa manera?

Cada alma mortal tenía una visión de lo que era la sala del trono de Hades, pero la que este niño tenía -el dios la podía ver a través de sus iris inocentes- era casi igual a la realidad. No tenía más que braseros y columnas que sostenían el alto techo; el Señor de los Muertos no era tan presumido como sus hermanos en el Olimpo. Un trono hecho de huesos se levantaba en medio de la sala. Era donde el rey ahora se encontraba. A su lado, un asiento de negro y oro hecho con tallos de rosal enarbolaba sus espinas como dardos. Sus capullos negros estaban próximos a florecer, lo cual solo significaba una cosa: el otoño se levantaba en el mundo mortal. Pronto, ella volvería a casa.

La única luz de aquel desolado lugar provenía del palacio del rey, o al menos la luz que ese mortal podía ver. Solo los dioses y los muertos podían apreciar el fulgor de los espíritus, y las almas que se agolpaban en los campos de Asfódelos después de esas guerras sin sentido en el mundo mortal emitían un brillo casi tan cegador como el de los primeros rayos del sol.

La canción de los espíritus © [ONC 2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora