VII: La muerte y su mensajera

38 2 0
                                    

TW: Mención de violación. Lee con discreción.


Orfeo había entrado en el bosque hacía ya mucho. Llevaba una semana allí, tocando su guitarra vieja como si no hubiera un mañana. Estaba a punto de hacerse astillas, pero sus dedos no podían dejar de recorrer las cuerdas de crin de caballo.

La recordaba. Recordaba a Eurídice. Recordaba su corto cabello negro bailando con el viento. Recordaba sus cejas arqueadas, levantándose interrogantes ante el comportamiento de él. Recordaba la locura, la felicidad, la boda.

Y ella se había ido.

Se había sentado en esa roca desde que se había separado del cadáver de su amada. Se había sentado a hacer lo que le recordaba a ella: cantar. Y era esa la guitarra con la que la había conocido.

—¡Bestia! —dijo una voz femenina.

Solo después de escucharla Orfeo se atrevió a levantar la cabeza. No había dejado de tocar desde que había llegado al bosque. No había dormido, comido o bebido desde entonces. Y todo a su alrededor estaba negro, como si un incendio hubiese pasado sin haberse dado cuenta.

—Qué extraño...

—¡Maldito idiota! —exclamó otra vez la voz.

Trató de encontrar a la mujer dueña de aquella frase. Solo encontró plantas marchitas... y una sombra.

La silueta se acercó y la luz del sol de primavera la iluminó.

Era una dama de alcurnia, de eso no había duda. Una corona de claveles y peonías adornaba su liso cabello trigueño, el cual llegaba hasta los talones y se arrastraba a través de la hierba marchita. Su piel era oscura cual campo fértil y sus ojos eran como un prisma a través del cual fluía la luz con brillos ambarinos y verdosos. Sus cejas fruncidas y sus rosados labios apretados indicaban que no estaba contenta.

—Niño, ¡arruinas mi primavera! ¿Qué te pasa?

—Perdone, señora, no...

—¿Cómo que señora? ¿No sabes quién soy, maldito mocoso?

—No, señora. Lo siento.

Volvió a tocar, recordando a Eurídice. Por todos los dioses. Mi querida Eurídice...

Sus labios se abrieron en una plegaria silenciosa. Si no era para los dioses en lo alto, sería para las almas en lo profundo.

   

La mujer a la que yo amo
ya no está en este mundo
Mi amor ha sido arrebatado
de este cuerpo tan inmundo.

Y solo pido, Eurídice,
que escuches mi canto
que la diosa, gran Perséfone,
te cubra cual manto...


   
—¡Cállate, solo cállate! —dijo la mujer rubia.

Las flores de su corona se transformaron en lirios blancos. Gruesos lagrimones del color de la salvia rodaron por sus mejillas oscuras, y cada una hacía crecer un lirio al caer en la tierra.

—Perdóneme, señora.

—¿Quién eres tú?

—Me... Me llamo Orfeo, señora.

—¿Y por qué has hecho esto? —preguntó, señalando las plantas muertas a su alrededor.

—¿Yo he hecho esto...?

Era imposible. No había tocado nada, solo se había puesto a cantar sobre sus penas una y otra vez.

—Claro que lo has hecho, pequeño tonto. Siempre que llego aquí mi primavera es perfecta y, ahora que tú llegas, todo este bosque comienza a podrirse. Por todos los dioses en lo alto y lo oscuro, ¿por qué lo haces?

La canción de los espíritus © [ONC 2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora