V: La ladrona y el sombrero

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Eurídice fue quien encontró a Orfeo primero.

Él estaba sentado en una esquina junto a la calle principal. Alguna vez había tenido un trabajo como camarero en una posada por ahí cerca, pero le habían despedido porque se la pasaba soñando despierto. El dueño ya había tenido que reemplazar toda la vajilla porque el poeta la había roto al olvidarse de lo que hacía. No era su culpa, claro. Siempre había algo más interesante en lo que pensar. Sí, a todos los habitantes del pueblo les agradaba aquel muchacho, pero sabían que había algo extraño en él. Algunos decían que estaba loco. Otros, que estaba tocado por los dioses. Lo cierto es que su voz era angelical y con ello le alcanzaba para mantenerse a sí mismo. Un sombrero frente a sus pies mientras tocaba su vieja guitarra bastaba.

Eurídice había estado vagando por el pueblo todo ese día. Era una chica de afuera, una extraña. Nadie sabía de dónde venía ni hacia dónde iba. Era invisible.

Caminaba por la calle principal, fascinada, extrañada por lo que sus ojos negros observaban. Ella tendía a estar sola. Nunca estaba demasiado tiempo en un lugar. Al parecer, no sabía hacer nada útil, así que su única oportunidad para sobrevivir era... robar. Lo odiaba, sí, pero no encontraba otra opción. Allí, en aquel pueblo con aires de encanto, Eurídice escudriñaba las casas y las familias no con los ojos codiciosos de una ladrona, si no con la mirada envidiosa y desesperada de amor y estabilidad.

Y entonces lo vio.

No era nadie especial, solo un muchacho más como todos los que había en esas calles. Estaba sentado contra la pared de una tienda de velas afinando las cuerdas de una guitarra tan, pero tan vieja que daba pena. No tenía ni una sola grieta, pero los lugares donde el chico apoyaba los dedos al tocar con un talento increíble las cuerdas de crin de caballo ya parecían manchas blancas más que madera. Debía tener mil años... o ser una reliquia familiar.

El chico en sí era bastante promedio. Parecía tener unos veinte años al igual que Eurídice, y su cabello castaño estaba tan revuelto como un nido de ratas. No lograba encontrar sus ojos; él estaba demasiado concentrado en la melodía. Además, ¿qué más daba? En aquel pueblo nadie la miraba a la cara. Parecían condenarla al ostracismo incluso antes de conocerla.

Eurídice se metió las manos en los bolsillos para protegerlas del frío otoñal. Era el único abrigo que tenía; una tela ya tan gastada que apenas abrigaba su famélico cuerpecillo. El joven, por otra parte, no tenía nada para tapar sus desnudos y pálidos brazos. Solo una camisa tan vieja como aquel cuerpo y unos pantalones blanqueados por el tiempo y el uso cubrían su piel de ojos intrusos. No parecía importarle. No temblaba. Era casi como si la música fuese la única calefacción que necesitaba.

En el bolsillo del abrigo la chica percibió las dos pequeñas piezas de plata que le quedaban. Eso sería su almuerzo pero ¿hace cuánto no habría comido aquel muchacho...?

Qué va. Tenía algunas piezas de cobre guardadas en el interior de la falda. Quizá no comería como una reina. Se conformaría con un poco de avena y un muchacho agradecido.

Apenas depositó las monedas en el sombrero —el cual le llamaba la atención porque, por un lado, era demasiado grande para ser del chico y, por el otro, no había ni una mísera pieza de cobre en él a pesar del talento del artista—, el joven levantó la cabeza hacia ella. Poseía unos hermosos ojos pardos que brillaban tanto como un río de aguas turbias. Eran profundos, grandes... expresivos. Estaba feliz. Podía encontrar miles de sentimientos en aquellos pozos de color. Sus manos dejaron de rasguear y se hizo un silencio entre ellos.

—Tocas bien, amigo —sonrió ella tratando de animarlo—. Sigue así y cómprate algo bonito... o arregla esa guitarra.

Él sonrió también en respuesta. La inocencia de su rostro parecía la de un niño pequeño al que le regalan dulces.

La canción de los espíritus © [ONC 2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora