Emma.
El olor a sal invade mis fosas nasales cuando la aeronave se posiciona en la pista marítima que sostiene el barco donde aterrizamos.
—Al Catamarán —pide Salamaro.
Los torturadores se encargan del equipaje de todos menos el de Vladimir que me toma cargarlo a mí. Tiro la maleta que cae en la espalda de Maxi «¡Si!» que está en la cubierta del Catamarán.
—Disculpa, es que no puedo descender con ella...
Se señala el entrecejo antes de seguir en lo suyo. Las mujeres son ayudadas por los hombres y yo debo tumbarme en el suelo del barco para que no me vean el culo.
El que Vladimir se limpie la nariz constantemente es una clara señal de que está en las nubes cargando la nevera portable que subió al avión. Aterrizo abajo tomando el equipaje mientras disfruto los rayos solares que tanto me hacían falta.
El trayecto es corto, pero lo disfruto pegándome a las barandas del medio fluvial cuidando de que no se me suba la falda, la brisa está fuerte y siento que me están mirando el trasero.
—¡Hay delfines! —los rusos voltean con mi chillido y actúo como si no hubiese dicho nada.
Quince minutos después nos acercamos a la orilla. Es una isla o un pueblo, no sé, lo único seguro es que estamos en Asia por los rasgos filipinos y la lengua que no logro entender.
Bajamos y soy el único punto diferente en el grupo de personas con porte de viikingo, ya que el príncipe no carece de estatura y su cabello es de un rubio oscuro.
La brisa bombea la camisa semiabierta del ruso que avanza junto con su familia mientras fuma un puro. Me mantengo a la izquierda de Vladimir en tanto su padre camina erguido rodeado de los hombres que protegen a los Romanov «Te lo cogiste Emma»
Por su parte, el médico repara el entorno arrastrando la silla del anciano a través del puerto. Se ve desesperado buscando vías de escape.
Hay lanchas descargando armamentos, pero los explosivos pasan inadvertidos con las personas desorientadas que bajan también suplicando no sé por qué, pero se arrodillan, corren y se lanzan al agua mientras les disparan tranquilizantes como si fueran seres salvajes.
Toco la arena y sigo avanzando con el Underboss hasta que aparece un italiano de tez amarillenta.
—La Bratva —nos recibe—. Bienvenidos.
Señala el camino. No hay que negar que el sitio es paradisíaco, pese a estar en medio de tanta vegetación cuenta con enormes edificios que salen entre las palmeras, hay mesas con personas que cuentan dinero en bragas como también me encuentro con escoltas de distintas etnias apostando entre ellos.
—Nuestro ilustre Underboss —se atraviesa un nigeriano—. El asesino que nos vanagloria con la muerte de la viceministra de la FEMF.
La familia se endereza orgullosa y Vladimir deja caer la nevera que se abre mostrando la cabeza de Olimpia; tiene los ojos abiertos y las venas azules son bastante notorias en la piel blanca.
El recuerdo del momento me amarga la existencia cuando los otros aplauden alegres.
—¡Larga vida a la Bratva! —sale el italiano que vi la última vez en la fortaleza «Phillippe Mascherano» — La mafia tiene mucho porqué celebrar.
¿Celebrar una muerte? Sacan la cabeza tirándola al suelo pateandola con una burla que me abruma al ver aquellos hombres llenos de tanto sadismo. En mis sesiones como cadete decían que para las organizaciones criminales el trofeo era cortar la cabeza del enemigo.