TODO LO QUE QUIERO - Capítulo 3

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Mía fue bastante puntual la noche de la cena. Se había postrado en la puerta del restaurante con un vestido negro, largo, de escote en forma de uve y unos tirantes finísimos. Casi todos sus compañeros se quedaron prendados de ella nada más verla por el evidente cambio drástico que presentaba. Estaban más que acostumbrados a verla en vaqueros, camisetas sencillas y una coleta alta. Así que de pronto se sentían un poco confusos por la mujer perfectamente maquillada que les sonreía con timidez.

Todos, excepto Vega.

Ella le sonrió como si fuese un padre orgulloso al ver a su hija convertirse en la mujer más bonita del mundo. Y eso que ya sabía que Mía lo era. Vega tenía el don de hacerle entender a sus amigas que valían mucho más de lo que el resto opinaba, y no solo por el físico, que eso era lo de menos. Según ella, era mucho más importante cultivar la mente y el corazón, tener empatía y saber escuchar para entender y no para responder.

—Madre mía, qué afortunada soy. Qué guapa estás, eh —la saludó, dándole un beso en la mano como si nada.

Mía enrojeció un poco, presa de esa timidez que siempre la coartaba cuando en realidad quería hablar abiertamente de algo. Con su compañera solía abrirse un poco más, pero aún le costaba socializar fuera de su círculo cercano. Y Vega, intuyéndolo, le daba espacio para que fuese a su ritmo.

—Tú tampoco estás nada mal.

—Lo sé —Vega le guiñó un ojo—. Me he pasado por la peluquería hoy y me han hecho una maravilla de rizos. ¿Te puedes creer que de pequeña quería ser como Shirley Temple?

—¿No te pilló demasiado lejos la época dorada de la niña favorita de Hollywood?

—Puede. Lo que pasa es que mis abuelos eran muy fans de ella, y del cine clásico en general, así que me tocó empaparme de todas esas películas que ningún niño debería ver cuando están de moda los Power Rangers y Pokémon.

—A mí siempre me tocó ser la de rosa, y me gustaba el amarillo —comentó Mía, riéndose al ver cómo se atusaba los tirabuzones que le caían con gracia hasta los hombros.

—Por lo menos a ti te gustaban esos dos. Yo era fan del que iba de rojo, pero siempre me decían lo mismo: Vega, las niñas tienen que ser niñas, ¿qué es eso de que te gusta el papel de un hombre? —Imitaba la voz ronca de un adulto promedio con la cabeza llena de ideas arcaicas—. Y en ese momento, con diez años, pues no lo entendía. Luego crecí, y me empecé a cabrear y a responder, así que me mandaron al psicólogo.

—¿Por qué?

—Porque a la gente no le gusta que las niñas sean listas y se rebelen —encogió uno de sus hombros, y se retiró el abrigo antes de entrar al restaurante—. Las prefieren calladitas, para que no molesten. Eso es lo que siempre me susurraba mi abuela cuando estábamos a solas. Fue la que me enseñó cómo funcionaba el mundo, y cómo encararlo, dicho sea de paso. —Le entregó el bolso y lo demás a la persona que estaba en consigna, sin prestar mucha atención a lo que ocurría a su alrededor—. Así que, en vez de enviarme una vez por semana al psicólogo, me enviaron dos.

—Eso es horrible.

—Qué va —hizo un movimiento con la mano, restándole importancia—. Ir al psicólogo una vez en la vida, como mínimo, debería ser obligatorio. A mí me ayudó mucho. Gracias a eso superé el drama del divorcio de mis padres, y la visión tan cerrada de mi abuelo.

Mía la miró con algo de lástima, aunque ella no se diese cuenta. Un niño nunca debía vivir ciertas cosas que le afectasen personalmente, como el divorcio de sus progenitores —aunque a veces no quedaba de otra—, broncas entre ellos, ausencias injustificadas y la necesidad de meterla en un molde preestablecido porque vivían limitados como personas.

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