El vino que me endulza la vida con su amargura.

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Karla.

Sicilia, Italia.

Desastre.

Eso es lo que pasa cuando dejas a tu esposo a cargo de un niño de cuatro años y un par de gemelas de casi tres, a solas en la cocina.

Un completo desastre.

Observo con evidente sorpresa todo el caos que se ha hecho en la cocina. Cáscaras de huevo por todo el suelo, restos de frutos rojos picados que manchan más el suelo y en la encimera de la isla, restos de tiras de chocolate en algunas paredes junto a grandes pilas de harina en todos lados, sin contar la que se encuentra en el techo de la cocina mientras que cuatro pares de ojos azules, me miran con sonrisas inocentes que claramente no me trago.

Me fui solamente quince minutos...

¡Quince!

¿Tanto desastre hicieron en menos de quince minutos?

Coloco mis manos en mi cintura, analizando de arriba abajo a los causantes de todo este desastre que probablemente, les costará la expulsión de Celia en la cocina, por lo que les queda de vida y mis cejas, se arquean al ver a las cuatro personas cubiertas de harina y diferentes restos de comida desde la cabeza a los pies.

Maldita sea, tanto que me costó que las gemelas se pusieran esos bonitos vestidos.

Una vez que termino de analizar todo los daños de la tercera guerra mundial de la comida, arqueo una de mis cejas para mirar a cada uno de los cuatro individuos donde tres son mis hijos, y el restante, es el idiota de mi esposo.

No sé por qué me sorprende, en realidad.

A Enzo, le encanta cumplirles cada capricho que quieren, más si se trata de que les hornee un postre y ellos, insisten en ayudar, pero el resultado siempre termina siendo el mismo cada vez que mi esposo y los tres destroyers que tenemos como hijos, se meten a la cocina solos.

Un completo desastre en letras mayúsculas.

Arqueo más mis cejas antes de mirar a la persona más pequeña, quién me da esa sonrisa encantadora y manipuladora que pone, cada vez que se quiere salir con la suya— misma que ha heredado de mí, claramente. Misma que uso, para que mi esposo no me riña ante las idioteces que hago —y no pierdo a detalle, cómo lleva uno de sus dedos cubiertos de chocolate a su boca para que su sonrisa se agrande, y me mire con sus grandes ojos azules mientras se limpia los restos de su saliva, en la tela del vestido que está sucio también.

La curva de mi ceja se arquea aún más, a la par que se ríe por lo bajo y mueve sus pequeños pies, mismos que cuelgan de la isla de la cocina.

—Mami, no es bueno desperdiciar la comida.

Lo dice la niña de tres años que acaba de hacer un desastre en mi cocina.

—Giselle— digo en tono contundente, se ríe por lo bajo.

Claramente, al tener tres años, todo le parece divertido y cambio mi mirada hacia la persona que se encuentra a su lado, misma que mira hacia el suelo; Queriendo evitar mi mirada a toda costa y sus manos, se mueven de arriba abajo en la falda de su vestido completamente manchado de chocolate.

Ladeo mi cabeza.

—Odette.

En el momento en que digo su nombre, Odette endereza su espalda de golpe para mirarme con cierto nerviosismo, pero al mismo tiempo me da una sonrisa falsamente cariñosa y manipuladora para salirse con la suya de la misma manera en que lo hace Enzo, cada vez que comete una idiotez que me lo hará sacar de la habitación.

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