Capítulo I

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Empecemos pues, con la parte que menos me agrada de mi historia... el principio.

Nací en la ciudad de Florencia en el año... ¿1473, 1469? No... 1475, sí. Sí, creo que ese es el bueno. Tampoco estoy muy segura, pero Arthur... es del 75, así que supongo que tiene que ser ese año. Ha pasado ya mucho tiempo y no es fácil recordar tantas cosas a mi edad.

Tampoco es que haya mucho que contar de esa época, pero supongo que el principio de cualquier historia es importante.

Los primeros años de mi vida fueron bastante ordinarios, sin muchos sobresaltos, humildes, en los que cada día era exactamente igual que el anterior... Una rutina cíclica de la que parecía que no había forma de escapar. Creo que ya te haces una idea de a qué me refiero. A ver, tampoco es que fuéramos una familia pobre que no tenía ni para comer, pero sí que era verdad que no comíamos bien la mayoría de los días. Aunque aquello era lo más común cuando yo nací. No éramos ni de lejos los únicos cuyas tripas rugían creando una sinfonía que recorría la ciudad de punta a punta.

Vivía con mis padres y mi hermano en una diminuta casucha de dos plantas que parecía deshacerse como un terrón de azúcar cuando llegaba la época de lluvias y que se mecía peligrosamente con el vaivén del viento. En la planta baja estaba la panadería de mis padres mientras que la primera planta era una habitación con goteras como cascadas que hacía las veces de dormitorio, salón o cualquier estancia que pudiéramos necesitar.

Trabajábamos a diario duramente y sin apenas descanso para poder sobrevivir un día más —eso sí que era un trabajo exigente y no lo que se trabaja hoy en día—. Pero, a pesar de todo lo que nos pedía el trabajo, aquella era una vida muy tranquila. Sumamente tranquila. Sin sobresaltos, monótona y mortalmente aburrida. Una maldita rutina para la que yo no estaba hecha y que me destrozaba un poquito más a cada día que pasaba.


Por si la explotación infantil socialmente aceptada no fuera ya suficiente, desde que tuve uso de razón, la gente que me rodeaba me recriminaban constantemente que quisiera más de lo que ellos tenían. Al parecer, que quisiera vivir una vida diferente, lejos de las pesadas cadenas de la comunidad, les parecía algo completamente impensable. Recuerdo esas críticas con especial insistencia cuando era pequeña. No levantaba ni medio palmo del suelo y no era capaz de mantener la boca cerrada.

—Algún día seré la señora de un castillo. Ya lo veréis —les aseguraba con el convencimiento que te da la determinación de un niño.

La respuesta a mis comentarios siempre eran risas y reproches intentando ponerme en mi lugar:

—Esas fantasías no te van a llevar a nada, niña.

—Lo que vas a ser es una esposa y esperemos que aprendas a comportarte. Sino, pobre de tu marido.

—Los nobles nacen siendo nobles. ¿Ni siquiera sabes eso?

Para ellos, siempre era la rara: la niña de los panaderos que soñaba con viajar en un coche tirado por una hilera de caballos, vistiendo como las nobles y comiendo rodeada de la aristocracia del país. La niña lunática que solo daba disgustos a sus padres. La que decía que de mayor no sería ni panadera, ni madre, ni esposa. Bueno, aunque ahí tampoco iban muy desencaminados. Pero no quiero adelantar los acontecimientos. Todo llegará cuando tenga que llegar.

Mis comentarios rebeldes siempre hacían que las señoras mayores gritaran escandalizadas mientras se santiguaban y acusaban a mis padres de no educarme como era debido. Pero ellos no tenían culpa de nada. Mis padres me intentaron inculcar con mucha, mucha dedicación la idea de que tenía que conformarme con lo que tenía y que quejarme carecía de sentido. Que era una bendición de Dios que tuviéramos el pan para comer cada día. Una ironía muy curiosa para una familia de panaderos, todo hay que decirlo.

Para empezar, tampoco es que me creyera mucho eso de Dios y mucho menos lo creo ahora. Aunque ahora sí que creo en otras cosas.

Nunca fui una persona muy devota y ni siquiera me esforzaba en fingir ni un poco de interés en las actividades que organizaba la Iglesia. Es más, siempre que se me presentaba la oportunidad, me escapaba para evitar en la medida de lo posible participar en las actividades comunales. Y, evidentemente, mi comportamiento me supuso más de un sermón por parte de mis padres y de ese sacerdote regordete y de nariz puntiaguda que le miraba la entrepierna a los niños cuando pensaba que nadie lo veía —pero yo sí que me daba cuenta—. En esos momentos, yo solo bajaba la cabecita y prometía portarme bien, a pesar de que llegó el inevitable momento en el que nadie se creía mi arrepentimiento.

Yo no era una más del rebaño, nunca lo he sido.


Pasaban los años y mi vida seguía siendo igual de rutinaria: nos levantábamos al amanecer y trabajábamos hasta el anochecer, un día tras otro. Por suerte, había algunos días de fiesta a lo largo del año en los que podía no trabajar para salir a la calle a jugar con otros niños. Aunque a estas alturas ya te imaginarás que tampoco me gustaba eso de socializar con otros niños. Lo que yo hacía cuando tenía un día libre era salir de la ciudad para relajarme en el campo.

Recuerdo que, al otro lado de las murallas de la ciudad, se extendía una arboleda que me hacía las veces de refugio cuando la estresante vida de la ciudad era demasiado para mí. En ocasiones, necesitaba descansar de todo lo que me rodeaba, aunque fueran solo unas horas. Seguro que tú también te has sentido así alguna vez: como si todo el mundo pareciera estar en tu contra y ya no te quedaran fuerzas para luchar. Supongo que, en cierta manera, el mundo nos agobia a todos y es inevitable buscar desesperadamente esos momentos de tranquilidad. Sentir que el mundo se ha parado por unas horas y que nos está dando un descanso para poder empezar de nuevo.

La verdad es que nunca he sido una gran amante de la naturaleza, pero es que los niños con los que pretendían que jugara me gustaban mucho menos. A ver, es que eran como los adultos, pero bajitos. Tampoco había mucha diferencia y no era capaz de soportarlos por mucho tiempo. La naturaleza, por otra parte, me tranquilizaba. No había quejas, no había gritos. Los animales no me juzgaban ni intentaban controlar mi vida. Parecía que me transportaba a otro mundo con solo salir de la ciudad.

Siempre me gustaba llevar algo de pan para las ardillas y los pájaros a modo de agradecimiento por dejarme compartir su espacio. Gracias a ellos podía descansar de las personas.

Aun siendo tan pequeña —aunque a estas alturas para mí cualquiera es un bebé— me cuestionaba muchas veces por qué odiaba tanto a la gente que me rodeaba y si tendría que odiarme también a mí misma ya que, al fin y al cabo, era como ellos. Pero lo que más me aterraba era la idea de que llegara un día en el que acabara convirtiéndome en aquello que tanto detestaba.

Todas esas dudas no hacían más que aumentar gradualmente conforme iba creciendo, abarrotando mi aún fácilmente manipulable cerebro. Y, a pesar de todo lo que me atormentaba, tenía que sufrir viviendo una vida en un mundo que no me comprendía. Empezaba a sentir como poco a poco el ambiente que me rodeaba me ahogaba. La presión de la sociedad pesaba demasiado para mis hombros y empezaba a agotarme. Me sentía fuera de lugar. Ellos seguían en su empeño de querer cambiarme, pero no iba a ocurrir. Me negaba a darles ese gusto.

Seguí sintiendo esa asfixiante presión de manera constante hasta que cumplí más o menos doce años. A día de hoy sigo sin comprender cómo esa cabecita tan joven estaba ya tan bien amueblada y fue capaz de soportar tanta imposición sin llegar a doblegarse nunca. Quizás fue porque jamás llegué a perder la ilusión de encontrar algún día una vía de escape. Ese supongo que fue el rayo de esperanza que nunca se apagó y me dio la fuerza que tanto necesitaba. Las fuerzas para soportar hasta que él viera a por mí.

El precio de la inmortalidad (#PGP2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora