Capítulo XXV

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Entramos en los terrenos del palacio y dejamos nuestras monturas al cuidado de los guías. Parecía que habíamos penetrado en otro mundo. Un trozo de paraíso en medio de esa gran caja de arena que nos dio una inesperada bienvenida en cuanto llegamos. Como si de una estampida se tratara, una jauría de perros galopó hacia nosotros: de todos los tamaños y colores, pero todos ellos claramente de la misma raza. Con el porte elegante a la vez que atlético de perros de caza, parecían estatuas a las que se les había dado vida para darnos la bienvenida.

Tras cruzar el jardín de la entrada y atravesar la imperial entrada, escoltados siempre por aquella manada, atravesamos un corredor que nos dirigió hasta otro jardincito en el interior.

—Espera aquí —me ordenó mi conde mientras la mayoría de los perros se amontonaban a su lado—. Voy a ver si pueden atendernos.

Yo asentí obedientemente y esperé contemplando con admiración la arquitectura del lugar: todo era tan diferente a lo que conocía hasta entonces. Toda aquella vegetación que sobrevivía en el desierto, no hacía más que potenciar la sensación de que me encontraba dentro de una fantasía. Era precioso. Tanto que perdí la noción del tiempo y no noté como unos curiosos ojos se plantaron justo delante de mi cara.

—Hey, ¿eres nueva? No te conozco.

Me habían enseñado a caminar como una señorita, a bailar y a cabalgar como una señorita, pero lo que jamás me habían enseñado era a tropezar y caer como una señorita. Un par de ojos, uno azul y otro castaño; como un encuentro entre el cielo y la tierra, enmarcados en una constelación de pecas, se me quedaron mirando tan fijamente que me asusté y, al retroceder, mis pies se enredaron y acabé cayendo de culo contra el suelo.

¡No te puedes imaginar la vergüenza que pasé! O sea, acababa de llegar a un sitio totalmente desconocido en el que daba por supuesto que tenía que dar una buena impresión y nada más llegar, ya estaba por los suelos. Mi cara ardía como las arenas del desierto. Gracias a Dios que Mihael no estaba para verlo. Algo molesta, miré hacia arriba para saber quién había osado asustarme de aquella manera. Menuda falta de educación. ¿Acaso no sabía quién era yo?

Sobre mí vi, colgando boca abajo en una de las palmeras como si fuera un simio, a un muchacho de piel acaramelada y ojos heterocromos.

—¿Por qué me has asustado? —le pregunté, intentando ocultar inútilmente mi enfado.

—¿Por qué te has asustado? Yo solo quería saber quién eras —me contestó con una carcajada traviesa.

No te voy a negar que, al principio, no es que me diera la mejor impresión del mundo, pero qué se le va a hacer. Tenía que ser amable con todo el mundo, sobre todo cuando no los conocía. Así me habían educado.

—Si quieres que me presente, te deberías presentar tú primero. Se llama educación —le exigí mientras cogía la mano que me tendía para poder levantarme.

—De acuerdo, señorita estirada. Alex Ivanov, un placer. —Se le iba a subir la sangre a la cabeza de tanto estar ahí colgando.

—Contessa Blaire, encantada de conocerte —me presenté realizando una cortés reverencia que no fue correspondida.

Había ciertas faltas de respeto me ponían muy nerviosa y creo que, en ese momento, tuve que enfrentarme a todas y cada una de ellas. Durante mi juventud, las palabras de Mihael eran sagradas para mí y cuando las personas no las seguían me parecía casi un sacrilegio. Supongo que nos pasa a todo, eso de ser tan extremistas en nuestra juventud.

—Ah, tú eres la chica de Mihael —asintió—. Una pena no haber podido ir a tu mutatio. Estaba haciendo otras cosas. La vida inmortal es muy ajetreada. Supongo que ya te habrás dado cuenta —dijo mientras bajaba del árbol y se sentaba de cualquier manera en el suelo. Menuda persona más asalvajada.

El precio de la inmortalidad (#PGP2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora