Capítulo XV

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Aquel día, no fui capaz de conciliar el sueño. Pedí que me subieran la comida a mi habitación para así no coincidir con mi conde ni siquiera en los pasillos. Le tenía miedo, había empezado a temer a aquel hombre que antes tanto había admirado. Había oído hablar de demonios que resucitaban de los muertos, que se alimentaban de la sangre de los vivos y a los que la luz del sol podía eliminar. Pero ni en mis peores pesadillas podía llegar a imaginar que fueran a existir en la realidad ¿Cómo se me iba a ocurrir que algo así sucedería en la vida real? ¿Qué posibilidad había siquiera de encontrarme con uno de ellos?

Estaba muerta de miedo, pero seguía siendo el mismo conde al que había decidido seguir ciegamente. Aunque también temía que me estuviera mintiendo y que solo fuera un mero desayuno para él. Sin embargo, en ese momento, tan lejos ya de casa, tampoco es que me quedaran muchas más opciones. ¡No estaba dispuesta a volver sobre mis pasos! Ya era tarde y tampoco iba a conformarme con vivir en aquel pueblo. Aquello ya no era una opción.

Estaba entre la espada y la pared, otra vez. Todo lo que me había dado mi conde era con el fin de convertirme en lo que era él. ¿Merecía la pena sacrificar mi humanidad por la vida con la que siempre había soñado? En ese momento, la respuesta era un rotundo sí. A pesar de todas las desventajas que pudiera traer el cambio, eso de la belleza y la juventud eternas sonaban realmente bien. A esas alturas, ¿qué me quedaba por perder?

Me pasé toda la tarde mirando como el sol iba descendiendo hasta que desapareció de mi vista, era hora de decidir. Me encaminé a la puerta de la posada y entré en el carruaje completamente en silencio. ¿A quién quería engañar? Ya había elegido hacía tiempo irme con él, pasase lo que pasase. Aunque eso no quitaba que siguiera temblando cada vez que pensaba que me estaba adentrando en la boca del lobo.

Noté como el signore Blaire esbozó una cálida sonrisa cuando vio que había decidido subirme en el carruaje. Se le veía feliz a pesar de que, durante varios días, no articulé ni una sola palabra. Mi mente seguía aún en otra parte, suplicándome desesperadamente que saltara del coche en marcha para salvar mi vida. Hasta que me di cuenta de que, fuera lo que fuera, él seguía siendo el mismo conde del que había aprendido tanto y al que había prometido seguir a toda costa. El miedo no me dejaba pensar con racionalidad y no podía dejar de mirar por el rabillo del ojo los colmillos de mi conde, afilados como los de un felino. Intentaba centrarme todo lo que podía en mis estudios y en los lugares por los que pasaba nuestro carruaje, pero durante mucho tiempo, viajé con miedo.

Aunque las cosas cambiaron el día en el que, debido a las constantes lluvias que tuvimos que enfrentar durante nuestro viaje, acabé cayendo enferma. Por desgracia, no recuerdo mucho de mi convalecencia: la fiebre me hizo delirar por varios días, pero lo que sí recordaba era la mano de mi conde sujetando la mía en todo momento. Aquel gesto me demostró que realmente se preocupaba por mí o que no quería que se le muriera el almuerzo.

Desde entonces, el viaje se volvió muchísimo más ameno. La tensión en el ambiente había desaparecido por completo. Y, conforme pasaban los días, me iba dando cuenta del cambio que iba a sufrir una vez me aposentara en el castillo de Mihael. Por eso, una vez pasaron todos mis miedos, mi curiosidad natural volvió a hacer acto de presencia. Quería saberlo todo sobre cómo era realmente mi conde. Todo lo que me pudiera contar me parecía digno de fascinación, pero él solo me dio unos pocos detalles sobre lo que decía que era un "amplio tema de estudio". Eso era muy típico de él: convertirlo todo en materia de estudio. Se podría decir que estaba un poquito obsesionado.

Los alegres días de estudios y narraciones sobre el pasado de Mihael habían vuelto. Y ya no me tenía que ocultar nada, así que podía contarme sus batallitas sin tener que preocuparse por si a mí no me coincidían las fechas de los acontecimientos.

Tras unos días más de viaje, llegamos a territorio Blaire. Yo me había quedado dormida con el traqueteo del carruaje desde hacía varios kilómetros y Mihael me despertó para que pudiera disfrutar de las vistas.

—Despierta, pequeña. Ya estamos en casa.

Aún un poco adormilada, mis ojos se asomaron por la ventana para ver, aún a lo lejos, un imponente castillo que daba la sensación de estar esculpido en lo más alto de una montaña. Parecía una imagen sacada de un cuento de hadas, como si en cualquier momento pudiera aparecer un dragón para proteger a la princesa que ocultaba en su interior. ¡No podía creer que yo fuera a vivir ahí! No tenía nada que ver con mi antigua casucha.

De la emoción de ver el castillo más de cerca, me asomé por la ventana y mi cuerpo salió tanto que casi me caigo cuando el carruaje cogió un bache algo profundo. ¡Qué torpe que era!

Las horas que restaban hasta llegar al castillo se me hicieron eternas. No dejaba de mirar, casi sin pestañear, como cada vez nos acercábamos más a la montaña. El sol ya había desaparecido y nosotros casi habíamos llegado. Finalmente, habíamos alcanzado la falda de la montaña donde nos esperaba una pendiente que nos llevó al fin hasta unas puertas incrustadas en unas murallas de piedra que nos cortaban el paso en la cima de la montaña. El cochero gritó para que lo oyeran desde el otro lado de las murallas y aquellas puertas se abrieron para permitirnos el acceso al recinto.

Parecía una aldea amurallada: dos edificios y una gran torre, todos unidos por pasarelas que enmarcaban una especie de patio bastante concurrido a pesar de las horas que eran. Allí se vivía de noche, de acuerdo con los hábitos del signore.

El carruaje se detuvo delante de un portón que se había abierto en cuanto los caballos dejaron de caminar. Mihael y yo bajamos para entrar en el edificio principal tras atravesar aquel portón coronado por un escudo de un fénix rodeado de flores, el emblema de la familia. Allí nos esperaba un gran grupo de personas del servicio formando dos hileras para darnos la bienvenida. Mi conde les explicó quién era y llamó a una mujer que estaba casi al final de la habitación para que se acercara a nosotros.

—Anca —la llamó—. Cuando acaben sus tareas, llama a tus hijas. A partir de hoy, serán las damas personales de la señorita, ¿entendido?

—Claro que sí, señor. Y bienvenida a su casa, señorita —se despidió con una amplia sonrisa que acentuaba las arrugas de su rostro antes de mancharse.

"Señorita". Me gustaba mucho como sonaba eso. Me hacía sentirme genial. Me encanta que me llamen así.

Mi conde ordenó a uno de los criados que me acompañara a la que iba a ser mi habitación mientras otro cargaba con las pertenencias que había acumulado a lo largo del viaje. Hacía mucho tiempo que no me había separado de Mihael y me sentí algo desamparada recorriendo los que me parecieron una infinidad de pasillos, mil veces más bonitos que los de Florencia, hasta llegar entonces a mi habitación.

Y, ¡menuda maravilla! Era mil veces más amplia que toda la casa de mis padres, con una enorme cama en todo el centro. En cuanto me quedé sola, no pude evitar saltar sobre la cama y notar cómo colchón me acogía junto a los muchos cojines que la decoraban y a los que mi ataque había quitado de su lugar. ¡Aquello era el paraíso!

El precio de la inmortalidad (#PGP2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora