Capítulo XXIV

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El silencio permaneció entre nosotras hasta que llegamos al baño. Entonces, mientras me estaba desvistiendo, Ileana susurró:

—Gracias señorita.

Era la primera vez que la escuchaba con un tono tan dulce. Su mirada estaba fija en el suelo y sus gestos eran más descuidados de lo normal.

—No tienes que darlas. Sé lo que se siente. Además, ¿qué clase de ama sería si dejara que otros mandaran a mi querida Ileana? —le respondí con una sonrisa—. Tú cásate solo cuando tú quieras.

Ella sonrió y volvió a ser la de siempre.

Desde aquel momento, nos empezamos a volver amigas. Ileana había descubierto que podía confiar en mí y eso hizo que nuestra relación se volviera más estrecha que con nadie. Aunque al principio las dos hermanas me servían por igual, con el ajetreo de las obligaciones diarias del castillo, al final era Ileana la que pasaba más tiempo cuidando mis necesidades. Fue cuando empezamos a pasar más tiempo juntas, cuando descubrí que en el fondo no era tan mala persona como me pareció al principio.

—Siento haberle causado esa impresión tan horrible, señorita —lamentó una noche que nos quedamos hablando antes de dormir—. Simplemente intento hacer bien mi trabajo, es lo único que tengo.

—No tienes porqué disculparte, es parte de tu carácter. Me gusta que seas diligente con tu trabajo y por eso mismo, como yo soy tu trabajo —recalqué—, te pido que no te exijas tanto a ti misma.

A veces podía llegar a ser demasiado obstinada para ver las cosas desde otra perspectiva, como si se hubiera puesto las anteojeras de un caballo y no pudiera ver más allá de lo que tenía delante. Al final, se convirtió en la persona con la que pasaba más tiempo. Cuando me despertaba, cuando estudiaba, si tenía que atender alguna visita... Ileana siempre estaba a mi lado. Hasta que, una noche, me di cuenta de que se empezaba a interesar en las cosas que estudiaba. En cierta forma, me recordó a mí cuando vivía con mis padres. A diferencia de su hermana, ella quería saber sobre las cosas que estudiaba y me preguntaba por ellas. Nunca mostró ningún interés en mejorar su vida como había hecho yo, pero sí que sentía curiosidad por lo que había más allá del castillo.

Antes de que amaneciera y me fuera a dormir, había cogido la costumbre de leer un poco en mi habitación. Me sentía observada si pasaba demasiado tiempo en la biblioteca, así que mi alcoba era el lugar idóneo. Y, en muchas ocasiones, siempre que tenía tiempo libre, Ileana me acompañaba para que le narrara por dónde iba mi lectura. En ese momento, sentí como se podía haber llegado a sentir Mihael cuando me conoció. La verdad es que era una sensación muy agradable eso de enseñar a otros. Aunque eso de tener a alguien a mi cargo nunca ha sido lo mío.

Ileana se acabó convirtiendo en mi primera amiga.

Los meses pasaron y, sin que casi nos diéramos cuenta, llegó la boda de Soare.

La ceremonia tuvo lugar en la iglesia del pueblo que estaba a las faldas de la montaña. Se organizó por la tarde a petición de Mihael y, en cuanto el sol se marchó, bajamos desde el castillo a modo de cortejo para acompañar a los novios junto a los habitantes del pueblo que se iban uniendo a nosotros a nuestro paso por los caminos y las escasas calles del pueblo. No todos los días podían presenciar una ceremonia financiada por el mismísimo conde, así que la excitación inundaba las zonas por las que transitaba el cortejo.

A pesar de lo ostentoso que imaginaba que iba a ser todo, tanto la ceremonia como la fiesta que dejamos que se hiciera en los terrenos del castillo, fueron bastante sencillas.

—Como señores del lugar, debemos preocuparnos no solo por nuestro bienestar, sino por el de nuestro servicio y el de todas las personas que viven en nuestras tierras. Sin ello no seríamos nada —me dijo mi conde al verme observar los festejos desde cierta distancia—. Eso es lo que significa nuestro lema.

Dux, saber liderar; caritas, cuidar a aquellos que están a tu cargo; y superbia: nunca olvidar el lugar de cada uno. Así es como debía ejercer siempre un buen Blaire.

Aquella noche me di cuenta de lo rápidamente que había cambiado mi situación. Ahora yo estaba en otro escalón de la sociedad. En muy poco tiempo había ascendido como se supone que no se podía hacer y había ocasiones en las que no llegaba a asimilarlo del todo. Algo dentro de mí no dejaba de repetirme, como un susurro constante, que no merecía estar ahí. Que mi lugar era al otro lado de la fiesta.

Sentía incluso que no merecía ninguno de los privilegios que se me habían concedido desde que me convertí en una Blaire. No era diferente de aquellas personas. Era solo una panadera que había tenido suerte. No podía evitar sentirme mal en algunas ocasiones. No había diferencia entre ellos y yo, pero ahí estábamos: ellos, disfrutando de manera distendida la fiesta mientras yo, miraba en la distancia, como una dama impecable, desde aquel escalón invisible que nos separaba y que yo había logrado escalar.

Por desgracia, mis inseguridades no hacían más que aumentar cuando, a los pocos días de la boda, mi conde me anunció que debía hacer las maletas. Nos íbamos de viaje. No estaba yo para mucho viaje después de pasar varios días sin dormir dándole vueltas a si era o no digna de mi posición. Pero no podía quejarme.

—Ya es hora de que conozcas a alguien —me dijo Mihael.

Con esa enigmática frase como única explicación, preparé mis cosas para partir lo antes posible. Lo que no podía llegar a imaginar era que haríamos un viaje incluso más largo que el que nos llevó desde Florencia hasta el castillo.

Aquella fue la primera vez que surqué los mares y también fue la vez en la que descubrí que no me gusta el mar. Prefería contemplarlo en la distancia y no tener que atravesarlo en barco. ¡Bendita sea la invención de los aviones!

Después de cruzar el maldito mar, nos encontramos cara a cara con la inmensidad del desierto. Nunca antes había visto tal cantidad de arena junta, era sobrecogedor. Todo parecía exactamente igual. No se veía nada alrededor, el horizonte estaba cortado por inmensas dunas que desde mi punto de vista no parecían más grandes que un dedal. Lo que sí había más cerca de nosotros era una tienda hecha con telas que nos esperaba para que nos refugiáramos antes del amanecer, en cuya entrada dos hombres nos esperaban y se presentaron como nuestros asistentes durante el viaje.

Cuando llegó la noche, nos cambiamos la ropa por ropajes típicos de la zona y emprendimos la siguiente etapa de aquel misterioso viaje.

Montamos en unos caballos muy raros, muy feos y con protuberancias en la espalda que nos llevaron a través de las dunas mientras el frío luchaba por calarnos los huesos. Cabalgábamos toda la noche y nos escondíamos en las tiendas que nos construían nuestros acompañantes cuando el sol amenazaba con salir. Pasaron noches y noches en las que solo veía arena y más arena, sin saber dónde íbamos. Estaba ya harta de tanta arena y de tanto secretismo. Mihael disfrutaba de ver mi impaciencia, deseosa por saber cuál era nuestro destino.

Hasta que, finalmente, en la lejanía y entre toneladas de arena, empezó a emerger un imponente palacio dentro de un precioso oasis que no parecía de este mundo.

De repente, las palmeras empezaron a emerger, el agua sonaba cada vez más cercana y el palacio, que compartía el color claro de la arena, se presentaba ante nosotros como el único habitante de aquel salvaje ecosistema.

—Hemos llegado, pequeña —anunció finalmente mi conde—. Es hora de que conozcas a nuestro fundador.

El precio de la inmortalidad (#PGP2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora