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Anahy volvió en sí, pero mantuvo los ojos cerrados para entender por qué no se sentía en su elemento. Percibió una leve punzada de dolor en la sien derecha y que el tobillo del pie izquierdo le ardía. Cuando los recuerdos llenaron su mente movió con cuidado los hombros y abrió los párpados en busca de información. Como se encontraba tendida de espaldas lo primero que vio fue un techo rocoso. Giró la cabeza estudiando su alrededor y descubrió con sorpresa que se encontraba en una especie de cueva. La oscuridad estaba cortada por farolas posicionadas en fila a distancia de varios metros, pero no alumbraban lo suficiente como para poder apreciar los detalles. El espacio era amplio hasta donde podía distinguir y se perdía en la noche, semejante a un túnel.

—¡Se despertó! —El grito hizo eco entre las paredes de piedra.

Anahy estudió al ser propietario de unos pulmones con capacidades impresionantes. No tenía más de cuatro años, entendió, incorporándose en un costado para obtener mejor vista. El pelo rubio, desordenado, le cubría las orejas, y sus ojos vivaces brillaban con esperanza e ilusión, incluso en la semioscuridad. Al sonreírle, ella notó que sus dientes se parecían a los granos de arroz, igual de pequeños y blancos.

—Soy Lreky —dijo en voz cantarina mientras se acercaba y ensanchaba la sonrisa—. Estuviste enferma. Mi padre te encontró y mi madre te cuidó. Eres guapa, pero mi madre dice que no importa la belleza, sino tu interior. —Se detuvo para mirar el pecho de Anahy, frunciendo el entrecejo de modo adorable—. Yo no creo que seas mala, eres igualita a mí, y yo no lo soy. Malo, digo. No muchas veces... —su voz se desvaneció cuando el ruido de pasos se hizo notable y el pequeño se giró, corrió y abrazó la cintura de una mujer.

—¿Te encuentras bien? —El timbre de su voz fue cálido, pero cuando se acercó y le puso la mano sobre la frente, Anahy se sobresaltó por la frialdad de los dedos de la joven—. Lo siento —se excusó, retirando la mano y escondiéndola a su espalda.

—Sí, gracias. —Anahy probó su voz, que sonó áspera. Se incorporó y alejó la manta que la cubría hasta la cintura para observar su tobillo vendado. Al recordar la otra herida, se llevó la mano a la sien y dio con un chichón de la dimensión de un huevo pequeño. Se preguntó si el árbol contra el que se había estrellado había sobrevivido. Se acordaba de los sucesos hasta el momento del impacto: el susto, el dolor, los sonidos. Sus recuerdos se detenían en un momento en que todas las sensaciones se habían convertido en una sola, oscura e intransitable—. ¿Dónde estoy?

La joven se colocó unos mechones morenos detrás de la oreja y miró preocupada hacia atrás. Debía tener solo unos años más que ella, pensó Anahy, era muy guapa: cabello liso, negro como el carbón, piel de porcelana, labios llenos y ojos de un color oscuro que la estudiaban con intensidad.

—¿Qué te pasó? —se interesó, haciendo caso omiso a su pregunta.

—Una situación imposible entre un trineo malvado, una hilera de abetos y la tierra helada. —Anahy sonrió.

—A mí también me pasó, y no solo una vez —el pequeño intervino, asomando su cabeza desde el costado de la joven—. Aún me cuesta trabajar con la nieve... —su boca se cerró bajo los dedos de su madre que se inclinó para susurrarle algo al oído y empujarlo con suavidad.

—Nos vemos. —Lreky se despidió aleteando la mano y echó a correr, desapareciendo de su campo visual.

La joven volvió a girarse hacia Anahy, sonriendo como excusa por el comportamiento del niño.

—Me llamo Calixta. Mi pareja te encontró. Desmayada, herida y sin documentación. ¿Estabas con alguien? —inquirió, mirándola con atención.

—Con unos amigos. Bajaron con la tabla de snowboard.

LA CREADORA (Hielo y llamas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora