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Blaze conducía y Stiff ocupaba el asiento del copiloto. Anahy estaba sentada entre Raisa y Ausa en la parte trasera del vehículo. Por suerte viajaban en un todoterreno espacioso y se sentía apretada solo cuando las chicas intercambiaban comentarios por encima de su cabeza. No habían parado de hacerlo desde el principio del viaje, pero esperaba que sus bocas se cansaran pronto.

Le hubiera gustado quedarse cerca de la ventana para poder admirar el valle que dejaban atrás, pero no había tenido ocasión de hablar. Raisa estaba nerviosa porque habían tardado más de lo que había planeado y no paraba de regañar a Blaze.

—Te dije a las ocho —comentó alterada, empujando a Anahy y metiéndose en el hueco de entre los asientos delanteros para gruñirle al oído.

—Me dijiste a las nueve.

Blaze la miró a través del espejo y le guiñó un ojo a Anahy.

—Recuerdo haberte dicho a las ocho. Tres veces. Tres veces te lo dije. Lo hiciste a propósito , sabes que no me gusta llegar tarde —la chica insistió, su voz se alzaba con cada palabra.

Anahy dejó de prestar atención a la conversación. Miró la estrecha carretera de montaña, bordeada por abetos y pinos tan altos que sus coronas se perdían en las finas nubes. Relajó los músculos, se dejó caer en el asiento y cerró los ojos. Se percató de la fragancia suave de Ausa y el perfume más intenso de Raisa. El calor corporal de sus amigas llegaba hasta ella y, de vez en cuando, se rozaban las caderas, las manos o los hombros. Seguía intentando alejarse, más por costumbre que por necesitad.

Dejando que su mente vagara en cuestiones sin importancia, ocultó un bostezo bajo el dorso de su mano. Estaba cansada, a pesar de haber dormido como un tronco. Hacía tiempo que se sentía débil y se preguntaba si el disminuir de su energía no tendría relación con su agotamiento. Ya no se preocupaba por estallar, pero tenía dolores en los huesos, los músculos los notaba flojos e incluso se había mareado unas cuantas veces.

Jamás se había sentido tan endeble. Estaba acostumbrada a sentir sus músculos como rocas, los huesos fuertes, las minúsculas explosiones bajo su piel, cosquilleándola. Cuando los cosquilleos aumentaban y aparentaban ser pequeños pinchazos sabía que su núcleo hervía. Y cuando estos pasaban a punzadas de intensidad alta y duraban más de un segundo era el momento de retirarse para limpiarse. No sabía descargarse. Se sentaba en un lugar durante horas y esperaba hasta que reventaba como una lata agitada justo en el momento de abrirla. A veces se aburría. Otras veces procuraba acelerar el proceso tomando energía del sol. Por lo menos así traducía los hormigueos que excitaban su nariz y le ponían la piel de gallina, se imaginaba que estaba absorbiendo energía como los ergys. Pero todo eso era cosa del pasado desde que vivía en la isla. Estaba relajada y no quería considerar la posibilidad de que, por un lado, el lugar la ayudara, pero por otro tuviera efectos negativos en ella.

Se preguntó dónde estaría el Corazón de la isla, el lugar del que dependían los ergys para estar sanos. Los nulos y los cócteles no tenían permitido acercarse a los Corazones de La Creadora. Las zonas estaban demasiado magnetizadas para ellos, el poder de la energía pura les convertiría en moléculas en cuestión de segundos. Era posible que el sitio estuviera demasiado cerca, podría ser la razón de su malestar. Se empeñaba en aguantar, por lo menos hasta que pasase más tiempo y pudiese comprobar si se trataba de su imaginación o la isla no solucionaba sus problemas.

De momento quería aprovechar la fiesta y celebrar como jamás lo había hecho: con un grupo de amigos, sin preocuparse por nada. Nada en absoluto. No había renunciado a buscar a su padre, pero no había avanzado con la investigación. Había conseguido una lista del personal adicional de la universidad, no obstante, tampoco aparecía allí. Empezaba a creer que no tenía nada que ver con la escuela y que quizá en esa fotografía solo estaba de paso por la isla.

LA CREADORA (Hielo y llamas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora