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Sasha prefería la oscuridad a la luz. En la oscuridad podía fingir que era libre. «Si se puede llamar libertad a una cárcel de cincuenta kilómetros de diámetro», pensó cuando su mirada se cruzó con los altos picos de las montañas.

Le apetecía correr, desencadenar la energía y dejarse llevar junto al viento. Pero era demasiado temprano y la aparición de una antorcha con forma humanoide sería la primera página de las noticias matinales. Aun la mayoría de la población, en la época de la tecnología estaban forzados a mantener las apariencias. Los ergys tenían prohibido convertirse en público para no insultar los sentimientos de los nulos, y su rey, Eridanus, no soportaba el exhibicionismo. Decía que debían enseñar su superioridad por el modo cómo pensaban, no aprovechándose de sus ventajas. A los ergys se les ordenaba no explotar o insultar a los nulos. Los nulos no podían provocar a los ergys. Un mundo perfecto. Un perfecto mundo enfermo. Los nulos no conocían su secreto mejor guardado, el hecho que los ergys se morían.

En vez de convertirse, Sasha cogió la calle principal, planeando perder el tiempo hasta llegar a la Cruz. Las afueras que empezaban allí eran un terreno más seguro y su inmensidad, perfecta para su propósito. Aunque lo rastrearan, no podían castigarlo por haber salido a correr.

Saludó a unos conocidos y jugó con un perro, esforzándose para quitarse de la mente la cuestión de la chica-cóctel. Se decía que lo mejor cuando aparecía un problema era consultarlo con la almohada. Esperaba que la suya fuera una experta en aconsejar.

Sus oídos escucharon el ruido antes de tener una imagen. Aparentaba ser un gimoteo lastimoso como el de un animal herido. Se concentró en buscar la fuente, pero el viento repetía el sonido en bucle, desorientándolo. Había salido del centro, que era más concurrido, y las farolas no existían o no funcionaban en la zona.

No le faltaba mucho para llegar a la Cruz, el encuentro de cuatro caminos que iban en direcciones diferentes, decorado por una feísima estatua de La Creadora. Aquello era un intento fallido, el contrario de la construida en el Parque Stank. Hecha de una especie de metal ya oxidado, se alzaba delgada como un palo altísimo. Las cuerdas que hacían de pelo se encorvaban como criaturas demoniacas y los dedos contorsionados aparentaban esperar para agarrar almas.

Sasha pensó en alzar una pequeña bola de energía, pero no se lo permitió. Había cometido demasiados errores últimamente, no podía jugársela tanto. Avanzó en silencio y se dejó guiar por el siguiente sollozo, más fuerte que los anteriores.

«¡Demonios de todas las galaxias!», maldijo, deteniéndose en seco. La reconoció a pesar de la oscuridad. Las ráfagas de viento ondeaban su pelo en las cuatro direcciones; se abrazaba cogida por los codos, suspirando de modo tan profundo que hacía agujeros en sus entrañas. Había salido de la carretera, y en la enormidad del campo se veía tan grande como una hormiga.

—¿Estas bien? —Sasha gritó desde una distancia segura, sin querer asustarla más de lo que estaba.

Ella se giró con celeridad. Se alejó el pelo de la cara en un intento de reconocerlo.

—Creo que me perdí —susurró tan bajo que Sasha no estaba seguro de haberla entendido. El viento se llevó las palabras al instante, reemplazándolas por su aullido y los suspiros de la chica que decaían en intensidad.

—¿Cómo? —Sasha avanzó un paso. Ella dio dos hacia atrás, alejándose con la misma lentitud con la que se había acercado él—. Intento ayudarte —le aseguró, deteniéndose.

—¿Cómo lo hiciste la vez pasada? —Soltando un sonido áspero parecido a una carcajada, Anahy se cogió la cabeza entre las manos—. Necesito pensar —murmuró—. Aquí todo está igual, todos los barrios se parecen, las calles no se diferencian.

LA CREADORA (Hielo y llamas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora