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—Abre la ventana. —Raisa miró hacia adelante y esperó a que Blaze ejecutara la orden.

A su lado, Ausa fingía que estaba dormida y en el asiento delantero, Sasha conducía, contagiado con el ánimo habitual de Stiff; ninguno de ellos pronunciaba palabra.

—Parece que vamos a un funeral —comentó Blaze.

—Y puede que no estés lejos de la verdad. Mejor cállate.

—Cálmate, Raisa. No puede desaparecer sin rastro. No está muerta. Debe existir una explicación.

—Si lo sabes tú, ¿por qué no me iluminas? Viste la sangre, sabes que estaba herida, ¿dónde estuvo toda la noche? ¿Cavó un agujero hasta el océano? ¡Por lo que sabemos puede que la haya encontrado algún fanático y la haya sacrificado a La Creadora! —gritó. En sus mejillas florecieron dos rosas de color carmesí y sus ojos eran hogueras alimentadas por su ira.

—Mantén tu energía. La necesitarás —intervino Sasha mirándola a través del espejo retrovisor.

Raisa abrió la boca preparada para agredirlo con sus palabras. No obstante, entendió que tenía razón y que podría desahogarse todo lo que querría en el complejo. Los momentos pasados en el Éter eran un suplicio, pero aquel día en especial iba a ser el más largo de su vida. Hasta que acabaran para volver a buscar a Anahy, perderían un tiempo precioso. No podían permitírselo, pero tampoco podían faltar a la llamada de Madelyne.

La construcción era la única en aquella zona abandonada, con apariencia de desierto rocoso. Grietas profundas, similares a las heridas de un cuerpo cortaban la tierra. Los esqueletos sin vida de los árboles se alzaban como fantasmas oscuros. La nieve no había llegado hasta allí abajo, pero el suelo estaba helado y un manto fino de escarcha lo cubría como el azúcar en polvo lo hacía con un bizcocho. Las paredes del inmenso almacén estaban ennegrecidas, el hormigón caído por partes y dibujos de calaveras que señalaban «peligro» habían sido pintados con espray de color rojo.

Se habían asegurado de que las ganas de acercarse desaparecieran de cualquier persona que tuviera el impulso de investigar, pensó Raisa, girándose para mirar por el parabrisas trasero. La zona estaba repleta de cámaras de vídeo, y desde el cielo, el satélite podía contar hasta los latidos de sus corazones. No había manera de huir. Era un centro en una isla en medio de la nada. Su casa. El único modo de abandonarla era en forma de ceniza.

Las puertas del granero se abrieron antes de que llegasen y volvieron a cerrarse después de entrar, con un ruido brusco semejante al sonido de las puertas de metal de las cárceles. Incluso el significado era el mismo: desde aquel punto no tenían ninguna libertad.

Abandonaron el coche en silencio y dirigieron la marcha hacia un rincón en que se veía un armario de metal. Sus pasos levantaban polvo y los dibujos de las suelas de sus botas quedaban en el suelo sucio como los tatuajes en una piel sin imperfecciones. La marca de su cuello empezó a arder, pero Raisa continuó como si no la hubiera percibido. Solo cuando el ascensor empezó a bajar, se permitió apoyarse en la pared fría y suspirar profundamente. Tenía pocos minutos hasta que las puertas de este volvieran a abrirse, y entonces se encontrarían en...

—Bienvenidos al Éter.

La voz era la misma desde hacía años y venía de todos lados, de los altavoces implantados en el techo y en las paredes. Era la voz de una niña que sonaba feliz y pretendía dar la impresión de que entraban a divertirse. Todo lo contrario, pensó Sasha, avanzando a la cabeza de su pequeño grupo.

El corredor era infinito y las puertas de cada lado eran todas iguales, manchas de acero contra el blanco de las paredes. Algunas se abrían para dar paso a habitaciones, otras llevaban a diferentes pasillos y había algunas que eran ascensores que conectaban los departamentos. Del techo caía agua helada que corría intermitente por las paredes y acababa en el suelo en acueductos abiertos que se transformaban en hielo con solo presionar un botón. El sitio era un laberinto para alguien nuevo.

LA CREADORA (Hielo y llamas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora