Carlos

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Todo pintaba a ser lo que sea menos esperanzador mientras Carlos caminaba desde el muelle a su casa resuelto a ponerse algo decente, viendo como agentes de la paz comenzaban a pulular por las calles, resueltos a acabar con cualquier intento de rebelión. No es que nadie fuera a intentar evadirlos de todas formas, pero era el protocolo.

Los pobladores parecían apurados, ansiosos de darle prisa a aquel trago amargo que significaba la cosecha. O la pesca, como a él le gustaba llamarle y era más acorde a su distrito, donde el mar y lo que pudieran obtener de él era la fuente de trabajo.

A diferencia de otros más afortunados que se encargaban de la venta o salar el pescado para que soportara su viaje hasta la capital, él estaba al fondo de la cadena alimenticia, siendo un simple pescador de lo que sea que en ese momento cayera en sus redes. A veces si podía escaparse lo suficiente, obtenía corales y perlas que adornaban los vestidos de los más acaudalados del distrito y a veces de sus hermanas, aunque poco duraban antes de tener que venderlos para sobrevivir algún día de marea roja donde ninguno de ellos había logrado esconder un par de charalillos en sus vestimentas para la cena.

La vida en el distrito 4 no era un paraíso, al contrario. Podía notarse en su piel morena, pecas por el sol por todo su rostro, y los prominentes músculos en su torso, lo cual hacía ver a Carlos como un veinteañero cuando aún no llegaba a los diecisiete. Pero no era de algo que él se atrevería a quejarse, después de todo, no era difícil ver que siempre podrían estar peor, tal como los últimos rincones olvidados de Panem, o muertos como el distrito 13.

Al llegar a casa, que más bien era el casco de un barco lo suficientemente dañado para navegar y que su abuelo había movido a un lugar seco, pudo ver a su hermana mayor, Blanca, trenzando el cabello de Ana, de 14 años. Este era el primer año que el nombre de Blanca no participaría, puesto que había cumplido los 18, sin embargo, lejos de un ambiente optimista, todos estaban conscientes de que aún uno de ellos podía no volver a su hogar esa noche.

La cosecha era aquella selección donde aquel hombre malencarado y con actitud de diva que venía cada año desde el capitolio sacaba de dos peceras el nombre de dos pobres chicos que irían a los a veces infames, a veces aclamados Juegos del Hambre. La pregunta era si este año los elegidos serían dos poderosos tritones, o dos nada afortunados camarones que serían arrastrados por la corriente. Últimamente todos eran camarones.

El último gran tritón, el vencedor Charles Leclerc se situaba a la derecha en el estrado, con su perfil de dios encarnado que irritaba a Carlos. Leclerc había sido el ganador de los 62° juegos del hambre hace 2 años, y ahora se pavoneaba como el mentor de aquellos que irían a la competencia. Claro que siempre regresaba solo, lo cual molestaba al chico todavía más, aunque no habían sido mal recibidos los regalos que todo el pueblo recibió cuando triunfó, habían comido bien por meses, e incluso obtenido una medicina que le había salvado la vida a Blanca.

Sin embargo, no podía comprenderlo. Aún cuando era una locura, Leclerc era el único que de todo el distrito se había preparado para los juegos. Su nombre no había sido elegido y aún así, se había propuesto para ir como carne de cañón por voluntad propia, tanto que comenzaron a nombrarle "Il predestinato" y a apostar cantidades ridículas para apoyarle en la arena. Incluso su madre había vendido su anillo de bodas para otorgarle algo. Lo habían recuperado, pero ese no era el punto.

Se puso aquella camisa azul, lo suficientemente holgada para no morirse de calor y un pantalón de manta que había hecho su madre con un costal de azúcar, asi como los últimos zapatos buenos que le quedaban, cuando un nada educado golpe en la puerta les sobresaltó. Si no estaban pronto en la plaza, los molerían a latigazos.

Eran una familia pobre, y él lo sabía. Pero su padre nunca había permitido que pidieran comida a cambio de entrar más veces en el sorteo, a pesar de que muchas veces él y Blanca lo habían intentado. Así que su nombre solo entraba una vez.

No esperaron a que dieran el segundo golpe, pronto siguieron a la multitud rumbo a la plaza donde Carlos siguió a la fila de los chicos sin voltear atrás. La cara de su madre era algo que había aprendido a no mirar desde la primera vez que Blanca entró en el sorteo.

El discurso era tan detestable como cada año, igual que el video planeado para mostrar a los distritos como un mar de salvajes, lo cual contrastaba grandemente con la tensión que se podía palpar en el aire. No estaba bien. Nada de esto estaba bien, lo odiaba, tanto como odiaba a el estúpido Charles Leclerc, que representaba todo lo que estaba mal. Era un presumido, un títere, lo peor que había salido de Panem entero. Conectó su mirada con la de él, sintiendo aquella chispa de ira pura sin escuchar nada de lo que se decía en el estrado, cuando algo sonó familiar para él, demasiado familiar mientras Charles soltaba una sonrisa.

Conocía cada sílaba de lo que el hombre del capitolio decía.

Carlos Sainz, su nombre. Y había sido elegido como tributo para los 65 Juegos del Hambre. 

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