Capítulo 4 | Nada que el Caribe no pueda solucionar

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Cuando llegaron a la dichosa casa, Leia se dio cuenta por qué Thomas no había entrado en detalles. El edificio tenía al menos tres pisos, contaba con una estructura con ventanales en arco a lo largo y ancho de la estancia con balcones en el segundo piso, hecha de piedra caliza con una tonalidad crema que iba a tono con el ambiente del caribe. Al entrar vio un inmenso sofá beige frente a una mesa ratona de vidrio, una chimenea gigante, y en lo alto, por encima de la fina estantería que marcaba el final de la chimenea, había un televisor plano fuera uno a saber de cuántas pulgadas. Había otra pequeña sala de estar cerca del ventanal que daba al parque. Casi sin darse cuenta se acercó para ver el jardín. Desde allí podía ver las palmeras salpicando los terrenos que rodeaban la propiedad. Al salir un camino de piedra conectaba la casa con tres estancias diferentes, el camino principal al costado de la casa conducía a una piscina ovalada con sillas playeras al rededor sobre un suelo se adoquines blancos lisos. En el centro dos sillas de madera se enfrentaban a una estructura de piedra que sostenía la leña para una gran fogata en su centro y del otro lado, cubierto bajo un techo de paja sostenido por columnas de piedra, otros sillones con una mesa central se extendían frente a la playa. Un pequeño camino improvisado conducía a la playa que, a juzgar por los cercos laterales, era privada. Leia no sabía qué decir, nunca había visto tal lujo, y le incomodaba. Un espacio así debía ser cuidado y mantenido, cada metro cuadrado valía su salario anual, incluyendo las propinas. Tragó saliva, tendría que moverse como mucho cuidado o su terquedad le valdría uno o dos ornamentos de varios ceros en su precio.

–¿Te ayudo?–. La voz de Gallagher mayor interrumpió su análisis apresurado del lugar. Sacudió la cabeza intentando disimular su sorpresa. Cuando lo miró él le dedicó la sonrisa mejor planeada y se acercó con la intención de tomar su valija (a la cual seguía aferrada por el mango).

–Si, no, bueno –sacudió la cabeza céntrate mujer, se regaño a sí misma y luego levantó el mentón para enfrentarlo–, no necesito ayuda Ted, yo puedo sola.

El largó una carcajada.

–No deberías llamarme así. Enserio, lejos estoy de parecerme a esa bestia.

–¿Y cómo sabes tú de qué Ted estoy hablando?, quizás hacía referencia al osito Teddy.

Killian alzó las cejas sorprendido y puso una mueca de dolor.

–¿Así que ahora me parezco a un osito de peluche?, ya no estoy seguro qué apodo me ofende más.

Bien, vas bien Leia, sigue así. Sigue metiendo la pata, hasta el fondo.

Estaba roja como la sandía que tanto le gustaba. La cara se le prendía fuego de la vergüenza.

–No me refería ah...

–No contamos con elevador, y dudo que puedas trasladarla escaleras arriba, son extensas– la interrumpió Killian para cambiar de tema. Había notado lo incómoda que estaba, y no tenía intenciones de hacerla sentir incluso peor. Sin darse cuenta sus ojos volvieron a recorrer el cuerpo de la chica. La ropa se le ajustaba a las curvas. Se obligó a apartar la mirada. Se sentía como un adolescente en plena etapa de pubertad. ¿Qué le pasaba? Ni que fuera el primer escote pronunciado que hubiera visto nunca.

Leia miró hacia las escaleras caracol que conducían al segundo piso. Estaban revestidas con un alfombrado gris perla, y cuando miró hacia abajo le dio pena como su destartalada valija de hacía años, la única que había tenido nunca, desentonaba con el ambiente.

Sacudió el pensamiento recuperando su orgullo, ese que siempre la había mantenido a flote. No se arriesgaría a que sus vacaciones se viesen arruinadas gracias a una mancha en sus queridas alfombras, así que aceptó la ayuda y le entregó la valija.

Las redes del prejuicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora