CUATRO

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Desde que me independicé no tengo tiempo de pensar en nada, salvo en cómo mantenerme con vida. Hoy es sábado así que solo trabajé medio día, por lo que tuve tiempo de regresar a casa para comer y asearme apropiadamente antes de salir de nuevo. Por fin es el gran día: la cita definitiva con mi endocrinóloga.

Salgo de mi pequeño departamento, me gusta llamarlo así aunque solo sea una habitación en alquiler. De camino a la clínica me coloco los audífonos para no escuchar el ruido de la ciudad. En el autobús ocupo el lugar de costumbre, pero debo sentarme junto a una mujer que, en lugar de hablar por teléfono, grita como si a todos nos interesara saber si su hijo le dio de comer a los perros. Así es difícil concentrarme en las canciones tristes que me acompañan. Ayer me enteré de que El Innombrable ha comenzado a salir con una mujer que, según la investigación de Danna, tiene reputación de engañar a sus novios. Sé que no debería importarme, pero no quisiera que alguien le traicione así, aún si él me ha rechazado.

Mientras espero a que me llamen para la consulta, trazo algunas líneas en mi sketchbook. Desde la adolescencia desarrollé el hábito de garabatear mis cuadernos dibujando. Mantengo la pierna flexionada para usarla como mesa de dibujo. Mi mochila desparramada a mi costado y mi mente en otro mundo. Casi no hay gente en el pasillo de espera. El silencio es absoluto, salvo que yo sigo reproduciendo una y otra vez en mis orejas la canción más triste que pude encontrar en la lista.

El sol brilla afuera con gran intensidad, como si se alegrara por mí. Qué contrario de aquella otra tarde en la playa. Mis pensamientos caen inevitablemente en aquel momento y luego vuelvo a pensar que El Innombrable ya está saliendo con alguien más. Alguien que no lo merece. Lo extraño mucho. Mucho más de lo que quisiera admitir. Cargo con el dolor de un muerto: nuestra relación.

Al menos el asunto de la mudanza y el sin fin de sacrificios que he tenido que hacer para pagarle a mis doctoras ha mantenido ocupada mi mente. No he comido bien en tres días para ahorrar para esta consulta médica. Pero todo tiene su recompensa y ahora estoy a punto de conseguir la mía.

Sigo haciendo pequeños trazos en el cuaderno. Así comienzan a aparecer las alas en una espalda en escorzo. No soy muy bueno con las perspectivas, pero esto me mantiene ocupado, nada me pone más ansioso que esperar. Solo quiero que la recepcionista me indique que ya puedo pasar con la doctora.

—Cris Muñoz —dice una voz de mujer.

Me sobresalto.

¡Por fin!

Al levantarme se me cae el cuaderno. Algunas hojas se arrugan y no puedo dejar de pensar en ello. Quiero clavarme las uñas en la palma, pero me resisto. Recojo el sketchbook, al levantarlo algunas páginas sueltas se salen, agudizando ese sentimiento de incomodidad mezclado con el ridículo. Los lápices se han desperdigado por el suelo. Recojo todo lo más rápido que puedo y entre el bochorno logro entregarle a la secretaria la hoja de cita. Antes de entrar, veo la placa en la puerta:

DOCTORA ASTERIA BRACAMONTES. ENDOCRINÓLOGA.

En seguida me encuentro dentro del consultorio. La habitación está dividida en dos partes por una especie de biombo o pared falsa. En la parte inmediata, así se entra, está el escritorio, otras dos mesas completan el cubículo. Hay dos sillas para pacientes. A su derecha, la doctora tiene una impresora pequeña y una computadora de escritorio. Por todas partes hay infografías médicas y esculturas de partes del cuerpo, pequeñas y grandes. Del otro lado está la cama de inspección (o como se llame), una camilla un poco más alta y algunos gabinetes.

—Hola, Cris ¿cómo te sientes hoy? ¿Hace calor allá afuera?

—Sí. No me gusta el calor.

El aire acondicionado se siente muy bien. ¡Lo que daría por tener uno en mi cuarto!

Aún intento torpemente guardar los papeles desordenados en la mochila. Antes de cerrar la cremallera veo el dibujo que corona el revoltijo. Ese no lo he hecho yo. Nunca he sido capaz de dibujarme a mí mismo; salvo por obligación en la clase de ilustración y sí, fracasé, haciendo una idealización masculina que era el reflejo inconsciente de lo que quería ver y no lo que era en realidad. Lo último que veo cuando la doctora vuelve a llamar mi atención es el contacto: @_TheRedAlien.

—¿Traes tus análisis como te pedí?

—Sí.

«¡Mierda! Olvidé sacarlos».

Debo abrir la mochila de nuevo, me siento como la persona más torpe del mundo. La doctora, sin embargo, no se inmuta ante mis acciones patéticas. De nuevo el dibujo. Es como contemplarme a mí mismo hace seis meses. Recuerdo a aquel chico: Apolo revestido por un halo de luz, tendiendome un avión de papel. Lo siento chico pelirrojo, ese regalo no me alegró para nada. Pero igual no me atrevo a tirarlo. Me siento ruborizar y la doctora lo nota o al menos eso me parece.

Al final de la consulta me da la receta que tanto anhelaba. No puedo describir mi felicidad justo ahora. Aunque debo esperar para comprar la dosis, porque no tengo dinero ya que tuve que pagar dos citas consecutivas y muchas otras cosas de improviso.

¡Tan cerca pero tan lejos!

Decido regresar a pie al centro. El cielo se ha nublado, lo que hace soportable el recorrido, de lo contrario, caminar bajo el sol infernal de Mérida es sinónimo de deshidratarse en menos de cinco minutos.

Me doy cuenta de que hoy en particular he pensado más veces en aquel chico misterioso. Hace tiempo que no veía ese dibujo. Lo había guardado en el sketchbook para no sacarlo de ahí nunca más. Me incomoda verme a mí mismo en un retrato, especialmente uno hecho por alguien que no soy yo. Pero el cómo llegó a mí es tan peculiar que he decidido conservarlo.

¿Quién era él y por qué me dibujó? Ni siquiera sé cómo pudo hacerlo si nunca nos habíamos visto. Quizá es una especie de artista callejero. Tal vez me vio y decidió hacer un retrato. Pero de ser así hubiera intentado vendérmelo ¿no?

De pronto, algo llama mi atención frente a la catedral. Un grupo de chicos bromeando y riendo escandalosamente. Entre ellos encuentro una figura familiar: un chico caucásico, pecoso y con el cabello rojizo escapándose por partes del gorro blanco que lleva puesto. Como el imán atrae al metal, así se unen nuestras miradas. Siento un calor en las mejillas cuando me parece que me sonríe. ¿Realmente es el mismo o mi mente me está jugando una broma?

TRANSPARENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora