19: Hechizo

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La mano derecha de Eric se deslizó bajo mis faldas, acariciando con cuidado mi pierna, mientras se abría camino entre ellas

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La mano derecha de Eric se deslizó bajo mis faldas, acariciando con cuidado mi pierna, mientras se abría camino entre ellas. La mano que tenía libre estaba reposada sobre mi cadera, agarrándola de manera exigente. Nuestros labios solo se separaban para tomar aire y mis brazos se hallaban rodeándole el cuello.

Eric olía a cítricos y no pude evitar pensar que ese era el olor característico del verano, por lo que tenía todo el sentido del mundo que él oliese así.

La mano que se encontraba entre mis faldas logró acariciar el centro del calor enfermizo que estaba sintiendo, sin embargo, volví a tensarme instintivamente. Eric se separó de mis labios y me miró, tan fijamente, que sentí que tal vez estuviese echando un vistazo a mi alma.

—No tienes que forzarte a nada, Margot, si no estás preparada...

Lo besé de nuevo, interrumpiéndolo.

—Quiero que lo hagas, pero no puedo evitar sentir rechazo —confesé algo avergonzada, mi voz sonó algo entrecortada debido a la agitación del momento.

Los ojos del conde brillaron con picardía. Sus dedos viajaron hasta aterrizar sobre mi torso y su rasposo tacto comenzó a acariciarme de manera suave.

—Vamos a ir paso a paso —susurró—. Prometo borrar cualquier rastro con el que ese bastardo haya podido mancillar tu cuerpo...

Tomó uno de mis brazos y comenzó a besarlo lentamente, desde la clavícula hacia abajo, a la par que se iba agachando. Una vez arrodillado, comenzó una nueva senda de besos a través de mi pierna izquierda.

—¿Qué haces? —le pregunté recelosa.

Él elevó la mirada desde su posición, sin despegar sus labios de mi pantorrilla, y una sonrisa animal se dibujó sobre sus labios.

—Tu cuerpo me rechaza porque no sabe lo que es el placer. —Depositó un beso algo más arriba—. Por lo tanto, estoy a punto de demostrarle lo maravilloso que puede llegar a ser que te toquen donde tú quieres que te toquen cuando tú quieres que te toquen. —Levantó aún más mis enaguas y depositó otro beso.

—¿Pero agachado? —dije alterada, intentando no pensar en las olas de calor directo que sus besos me estaban enviado a mis partes bajas.

Sentía que, si no me tocaba pronto ahí, desfallecería.

Los ojos de Eric se contrajeron como los de un felino.

—¿No crees que soy menos amenazante desde esta posición? —bromeó—. No seas impaciente, querida, pronto lo vas a entender.

Y no me permitió seguir interrogándolo, pues continuó trazando un delirante camino con sus labios sobre mis muslos. Cuando mi pierna llegó a su fin, besó el centro de mi ropa interior, mandado una excitante sensación por todo mi cuerpo. Iba a preguntarle, de nuevo, qué se disponía a hacer, cuando sentí como echaba a un lado las enaguas, exponiendo por completo mi sexo. Volví a tensarme, a modo de rechazo, sin embargo, en esa ocasión Eric no se detuvo y, simplemente, depositó otro dulce beso sobre él.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora