24: Sinceridad

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Respiré hondo

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Respiré hondo.

La gran puerta color caoba oscuro me amedrentaba. Había sido una mala idea. No debía estar ahí, no debía haberle hecho caso al lado irracional de mí misma que me había suplicado que me armase de valor para enfrentar la verdad. No deseaba conocerla.

Di media vuelta, con el fin de irme sin ser vista, mas el chirrido de la gran puerta abriéndose me detuvo. El mismo mayordomo, alargado y sin gracia, que se había encargado de la recepción en la fiesta de compromiso, apareció tras esta; con rapidez volví a enfrentar la entrada de la casa, como si nunca hubiese tenido la intención de marcharme.

—Señorita Darlington —me saludó educadamente—. Pase, por favor.

Fingí una sonrisa y acepté la invitación. Los nervios comenzaron a atosigarme.

—El señor está en su estudio, permítame acompañarle —dijo una vez que nos encontramos en el interior.

Tras esto, comenzó a guiarme por los entresijos de la casa, hasta que se detuvo frente a una puerta doble, en el piso superior de la residencia.

—Es aquí —me explicó.

Tras esto, hizo una elegante reverencia y se retiró. Supuse que tendría órdenes de actuar del modo en el que lo había hecho si alguien venía a visitar al conde.

Una vez sola, sujeté uno de los pomos dorados que adornaban la puerta. Los nervios se metamorfosearon en miedo; me aterraba la posibilidad de haber ido a aquella casa con el fin de resolver todas mis dudas, para volver a acabar con el corazón destrozado. Sin embargo, era algo a lo que había llegado a la conclusión que debía hacer.

Si Eric Beckford quería acabar conmigo, debía hacerlo en persona.

Volví a respirar hondo antes de girar el pomo, recordándome a mí misma que no podía echarme atrás, pues había tardado tres días en tomar la decisión de hacer aquello.

Abrí la puerta con sin titubear y luché contra el vómito que trepó por mi garganta a causa de los nervios. Puse un pie dentro de la habitación. Ya no había vuelta atrás.

Eric se hallaba recostado sobre su escritorio, despeinado y desaliñado, toda la sala olía a cerrado, y varias botellas, de lo que supuse que sería alcohol reposaban sobre la mullida alfombra que decoraba la habitación.

—Te he dicho que no necesito nada más, William —dijo con voz rasgada a la vez que utilizaba un tono la mar de descortés.

Crucé los brazos sobre mi pecho y me aclaré la garganta haciendo ruido a propósito, provocando así que el conde levantase la cabeza de su escritorio y me mirase.

Lo primero que noté es que unas grandes ojeras liliáceas reposaban bajo esa mirada felina suya que carecía de todo el brillo que una vez había poseído, después, no pude evitar fijarme en la palidez de su dorada piel, ni en su crecida barba que denotaba que llevaba días sin preocuparse por su aspecto. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue su pelo, el cual, al no hallarse perfectamente peinado hacia atrás, le daba un aire de lo más desalentador.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora