3: El vals

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Una de las grandes manos de Eric se colocó a la perfección sobre la curva de mi espalda, mientras, yo sitúe la mano izquierda sobre su hombro derecho

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Una de las grandes manos de Eric se colocó a la perfección sobre la curva de mi espalda, mientras, yo sitúe la mano izquierda sobre su hombro derecho. Sentí como el calor que emanaba recorría todo mi cuerpo de manera torrencial; supuse que era culpa de los nervios.

Hacía tanto tiempo que no bailaba que todos mis músculos se tensaron al intentar recordar los pasos que tantas clases de etiqueta les había costado memorizar. Me avergonzaba reconocer que ya había tropezado con los pies de mi compañero en más de un par de ocasiones.

—Qué decepción —susurró Eric cerca de mi oreja—. Pensaba que no bailaba por decisión propia, no por incapacidad.

Puesto que la diferencia de altura entre nosotros era bastante, tuve que elevar la cabeza un poco para poder mirar de manera directa hacia su rostro. La sombra de una sonrisa jugueteaba en la comisura de sus labios.

—Entienda, milord, que no estoy haciendo esto por placer —protesté en voz baja.

—Entonces, ¿cuáles son sus motivos? —inquirió.

—No pretenda no saber cuáles son. —La rabia empezó a correr por mis venas.

—Lo único que sé. —Hizo una pausa para, armoniosamente, colocarme de espaldas a él al son de la música—. Es que usted ha aceptado mi petición.

—Me he visto forzada a hacerlo —dije acompañando con las caderas los pasos de sus piernas. Su torso era firme y robusto. Me avergoncé inmediatamente de ese pensamiento.

—Que yo recuerde, su vida no corría ningún tipo de peligro —volvió a colocarme frente a él mediante un giro.

—Sabe que no tenía otra opción —comenté con fastidio.

—Hasta ha utilizado la palabra «honor» al aceptar —se mofó, sin dejar de proyectar un semblante ilegible y elegante.

Tuve que luchar contra mí misma para evitar fulminarlo con la mirada.

—Oh, permítame aclarar que solo fue la impresión del momento —comenté—. No se emocione.

Él se limitó a observarme con aquellos ojos felinos mientras seguía guiando todos y cada uno de mis pasos a su antojo.

Debía admitir que se me hacía extraño estar tan cerca suya. Jamás me había parado a admirarlo con detenimiento, por lo que el percatarme de la profundidad de su mirada o de la inmensidad de su cuerpo, era bastante incómodo; prefería seguir viéndolo como un hombre sin ningún tipo de atractivo. Sin embargo, era un hecho innegable que Eric poseía un muy buen porte y unas facciones hoscas a la vez que cautivadoras.

—¿También debo atribuirle a la impresión del momento el que me esté analizando con tanto empeño?

Si él no fuese quién era, aquella broma quizás hubiera conseguido arrebatarme una carcajada.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora