11: Calma

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—Madre, ¿estás segura de querer hacerlo? —mi voz sonó asemejándose a un fino hilo que podía ser quebrado con facilidad

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—Madre, ¿estás segura de querer hacerlo? —mi voz sonó asemejándose a un fino hilo que podía ser quebrado con facilidad.

La noticia me había pillado por sorpresa.

—No he estado más convencida de algo en mi vida —espetó ella con resolución, mientras le pasaba a Wendy la tetera—. Ni tan siquiera cuando quise casarme con tu padre.

Era una usual tarde de principios de abril, ni muy nublada, ni especialmente soleada. Había invitado a Wendy a tomar el té para ponernos al día sobre nuestras vidas, puesto que había mucho sobre lo que debíamos discutir. Sabía que mi buena amiga estaba más que disgustada conmigo, no se había dignado ni a mandarme una sola carta desde hacía más de dos semanas.

Por lo tanto, había sido yo la que se había tenido que armar de valor para sacar la pluma e invitarla a tomar el té. Debía admitir que me había tomado más de un intento conseguir una respuesta por su parte, Wendy tenía mucho carácter cuando se enfadaba. No le había sentado nada bien que me hubiese encerrado casi un mes, haciendo caso omiso de sus insistentes suplicas.

Esa tarde, cuando le había abierto la puerta y la había recibido con la sonrisa más encantadora de mi arsenal, ella se había limitado a mirarme, con esos inmensos ojos azules, antes de pasar por mi lado sin proferir palabra. El silencio era un arma muy poderosa que la pelirroja sabía usar de la manera más diestra, nadie provocaba malestar como ella cuando se lo proponía; quizás debido a lo parlanchín y vivaz que era su temperamento por lo general.

Madre, que tampoco se hallaba del mejor de los humores últimamente, era una maestra leyendo el ambiente, por lo que había tomado la situación como una manera de unirse al castigo que se me estaba imponiendo. Se había sentado con nosotras en la sala de estar sin pedir permiso, ordenado una tetera de las mejores hierbas que poseíamos y había comenzado a parlotear sobre esto y aquello con Wendy; omitiéndome del coloquio intencionada y descaradamente.

No era la primera ­–y, seguramente, tampoco la última– vez que ambas mujeres unían fuerzas para intentar darme un escarmiento, por lo que sabía que la fachada solo les duraba un par de horas, antes de que la estima que me tenían se superpusiera al enfado. Así que me había propuesto esperar hasta que se hartaran del papel que estaban interpretando. O eso había pensado, puesto que no pude evitar intervenir al escuchar que madre tenía pensado organizar un evento de tres días en nuestra casa de campo.

—Pero ¿por qué? —volví a tomar la palabra—. Desde que murió padre no has querido que nadie pise esa residencia, incluso cuando se acaba la temporada social te niegas a dejar Londres para evitar volver allí.

Las arrugas que decoraban los párpados de mi madre se acentuaron ante mis palabras.

—Querida, hasta que te cases, la casa de campo me sigue perteneciendo, por lo que no debes cuestionarme si decido organizar una pequeña fiesta. —Wendy, a su lado, se mordió el labio inferior intentando disimular la gracia que le producía la situación.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora