Epílogo

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Justo al comienzo de nuestra luna de miel, había atrapado un constipado por culpa del hombre que ahora se hacía llamar mi esposo, el cual se había empecinado en realizar el baile nupcial pese al diluvio que cayó en la fiesta postceremonial el día ...

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Justo al comienzo de nuestra luna de miel, había atrapado un constipado por culpa del hombre que ahora se hacía llamar mi esposo, el cual se había empecinado en realizar el baile nupcial pese al diluvio que cayó en la fiesta postceremonial el día de nuestra boda.

Me había encontrado tan indispuesta que todavía no habíamos sido capaces de consumar nuestro matrimonio, hecho que me tenía bastante preocupada. Había trascurrido ya una semana desde nuestro casamiento y, aunque el mal cuerpo ya estaba remitiendo, aún no me sentía con fuerzas para abandonar la cama.

—Maldito Eric Beckford —farfullé en voz alta, pensando que me encontraba a solas.

—No deberías maldecir el que es ahora tu propio apellido —me reprochó una voz juguetona que provocó que me sobresaltase.

Miré en dirección a la puerta y allí se encontraba él, con su pelo rubio bien peinado y ese brillo veraniego que nunca se quedaba atrás.

—No maldigo el apellido, te maldigo a ti —especifiqué con retintín.

Habíamos decidido pasar nuestro retiro en su casa de campo de York, alejados del tortuoso murmullo de Londres. Además, Eric había decidido aprovechar nuestras nupcias como pretexto para empezar a poner las cosas en orden dentro de sus finanzas, sacando de la ecuación, después de muchos años, a su problemático hermano y a su propia madre. Por supuesto, ninguno de los dos era tan despiadado como para abandonarlos a su suerte, pero habíamos llegado al acuerdo que les asignaríamos una paga mensual y nos desentenderíamos de terceros problemas.

Sabía que para Eric la decisión había sido muy dolorosa, pues, pese a todo, era su familia consanguínea; pero estaba decidido a demostrarme que podía confiar en él, aunque le hubiese explicado ya, de manera activa y pasiva, que no hacía falta, pues, al haber aceptado su mano, ya había perdonado todos sus errores.

Al igual que esperaba que él hubiese perdonado los míos.

—Tampoco deberías maldecir al marido que el en el día de su boda afirmó que no prometía no dejarte fallecer a causa de un resfriado —bromeó con picardía.

Hice una mueca de despreció.

—No te atreverías —contrataqué—. Hay demasiados testigos que testificarían en tu contra.

Él chasqueó la lengua al mismo tiempo que se acercaba hacia mí.

—Tienes razón —sonrió—. Tendré que esperar un par de años más.

Una ira efervescente recorrió mis venas, por lo que le lancé con todas mis fuerzas uno de los cojines que reposaban sobre la cama. Él lo esquivó sin mucho esfuerzo y se abalanzó sobre mí con cuidado.

—Veo que ya casi estás recuperada —pese al tono burlesco que utilizó, pude entrever el alivio en sus palabras.

Tuve que suprimir la sonrisa que quiso escapar de mis labios al recodar lo preocupado que había estado por mí los últimos días, si ponías atención, bajo sus ojos se podían ver las ojeras liliáceas que delataban lo poco que había dormido debido a mi estado.

—Bueno, podría estar mejor —le recriminé mientras acariciaba su mandíbula con los dedos.

Noté como la tensaba, sabía que se sentía culpable por mi indisposición.

—No sabía que mi esposa era tan sensible a la lluvia —se defendió sin gracia y no fue difícil adivinar qué era lo que estaba tratando de decirme en realidad.

Sonreí y deposité un beso en su varonil cuello, sentí como su piel se erizaba.

—Aceptó tus disculpas —susurré.

Eric ronroneo bajo mi tacto y deposito un suave beso sobre mis labios. Luego lo besé yo, y él me recompensó con otro beso. Poco a poco, los besos se fueron alargando y la lujuria que ambos llevábamos reprimiendo durante días estalló entre nosotros con una pasión arrolladora.

—Eric —murmuré con picardía cerca de su oreja—. Quiero que me toques por todas partes.

Un sonido gutural escapó de su garganta y, en menos de un segundo se las arregló para levantarse, cerrar la puerta de la alcoba y volver a los pies de la cama. Se despojó de su camisa y yo me deleité con las vistas, gesto que no pasó desapercibido ante su sagaz mirada de felino.

—No deberías mirarme de ese modo —me advirtió de una manera en la que solo me incitó a querer provocarlo más.

—Pues no deberías desvestirte para intentar impresionarme —le dije mientras fruncía el ceño.

Eric soltó una carcajada y negó con la cabeza, al mismo tiempo que empezaba a trepar por la cama hasta llegar a mí.

—Creo que te equivocas —dijo tras morderme la oreja, gesto que causó que gimiese—. Yo no me desvisto para impresionarte. —Su lengua recorrió mi cuello de manera obscena. 

—Entonces, ¿para qué? —pregunté coqueta.

—Me desvisto para no perder tu interés, querida.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora