15: Malas decisiones

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Mis oídos no daban crédito a lo que acababan de escuchar

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Mis oídos no daban crédito a lo que acababan de escuchar.

Podría haber esperado cualquier otra respuesta salir de sus labios, podría haberme dicho lo apenado que se sentía por mi situación, podría haber expresado el disgusto por mi reciente confesión, podría haber, incluso, ordenado que detuvieran el carruaje y hacerme bajar de él.

Cualquier otro tipo de reacción hubiese sido más racional.

Sin embargo, debía reprocharme el hecho de no ser consciente, aún, de quién era mi oponente. Aquel hombre que yacía frente a mí no se asemejaba a nada a lo que pudiese considerarse mundanamente normal y, por supuesto, jamás se había preocupado por cosas tan triviales como la lógica.

—Milord, no creo haberle comprendido —dije, brindándole la oportunidad de rectificar.

Aquellos ojos de depredador se detuvieron a comprender cada uno de mis movimientos, por pequeño que fuese, antes de responder.

—Al contrario, yo creo lo ha hecho a la perfección. —Una de sus manos despeinó su dorada melena—. Es mi culpa, porque no es el momento apropiado para hacer tal declaración, sin embargo, espero, como ya he dicho, que pueda perdonarme.

—Si sabía que no era una proposición acertada, ¿por qué la ha hecho de todas maneras? —le discutí, sintiendo un enfado efervescente surgir de lo más profundo de mis entrañas.

No tuve muy claro si la ira se prendió porque ese hombre acababa de decir –y reafirmar­– que me quería besar, encontrándome yo en aquel estado de vulnerabilidad, lo que me llevaba a pensar lo peor de él; o, si, por el contrario, aquella cólera que sentí la provocaba el hecho de que parecía que se había arrepentido con inmediatez de la idea.

—Permítame retractarme de mis palabras, no pretendía incomodarla —dijo entre dientes.

Eso me enfureció todavía más.

—¿De verdad piensa que puede decir algo así en una situación como esta y pretender que yo finja que no ha pasado nada? —le recriminé, dejándome llevar por las emociones que afloraban con fervor de mi pecho.

—Tiene toda la razón —admitió—. Le pido disculpas.

—¿Por querer besarme o por haberlo manifestado?

Eric me clavó la mirada, sorprendido. Todo su ser se hallaba tenso, como si esa batalla que, de tanto en tanto, lo atormentaba, volviese a lidiarse en su interior.

La verdad era que no había sopesado demasiado mi última intervención, por lo que, de alguna manera, también me encontraba sobrecogida por ella.

El silencio se escurrió entre nosotros el tiempo suficiente como para que mis sentimientos se calmaran y me sintiese con fuerzas para retomar el timón del bergantín que surcaba aquella trifulca. Quizás fue la conmoción de todo lo acontecido la que habló en mi nombre, pero no pude evitar encontrarme a mí misma entonando una pregunta, que no se podía calificar de otra manera que estúpida.

Un vals a medianoche | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora