CAPÍTULO 1
Doña Genoveva de Brumoise derramó una furtiva lágrima, que surcó su bello rostro cual gota de lluvia que se desliza por las coloridas cristaleras de la capilla. Desde una de las angostas troneras del Castillo de Brumoise observaba con el corazón roto cómo uno de sus amantes, el Duque de Tolondra. abandonaba sus tierras sobre un recio caballo blanco que galopaba en la distancia. Pese a su amplio círculo de amigos, el Duque de Tolondra, injustamente apodado “El Duque de Picaflor” debido a las tradicionales envidias que tanto abundaban en la región, ocupaba un lugar privilegiado en su corazón. Aquella escena era una bella estampa, digna de ser inmortalizada en libros y cantares.
Una vez que el bello duque desapareció entre los bosques de alisos que bordeaban el río Jubón, próximo al castillo, Doña Genoveva se recompuso, bajó del taburete de madera sobre el que estaba encaramada, con el fin de alcanzar la altura de la tronera que usaba como atalaya, y se dirigió a sus habitaciones.
Pese a tener una estatura algo inferior al promedio, su metro cuarenta y cinco era más que suficiente para mantener a raya sus dominios, gobernar el feudo con mano firme y ser amada y venerada por sus súbditos. Al menos por la mayoría de ellos, ya que se oían rumores, probablemente infundados, de que determinados agricultores de la zona la apodaban “Genoveva la enana”. Evidentemente su altura moral estaba por encima de semejantes habladurías.
A sus veintitrés años era una mujer madura que había aprendido en la vida todos los secretos necesarios para desenvolverse con soltura en los múltiples entornos en que una Condesa debía hacerlo. Aunque aún le restaba algo por hacer en la vida, y ese algo era encontrar el marido adecuado. Pretendientes llegados de todas las esquinas del reino habían sido candidatos a su amor, si bien la mayoría de ellos buscaban realmente su dote, ya que las interminables guerras fronterizas habían esquilmado la mayor parte de las riquezas de los aristócratas de la región. Así que tras varios años de recibir solicitudes por doquier, había decidido relajar sus ansias casaderas y disponer de una buena agenda de amigos, con los que hacer más amena la espera hasta el momento en que el elegido llamara a su puerta.
Conforme se acercaba a su aposento principal, se aproximó a ella Doña Bernarda, su más fiel servidora y amiga a la par que consejera sentimental. Doña Bernarda era una anciana cuarentona y regordeta que había servido a los difuntos Condes de Brumoise, antes de que fallecieran aplastados por una piedra, víctimas de un fallo mecánico en una de las catapultas recién adquiridas por el Conde. El responsable del lanzamiento había sido justamente ejecutado por su infamia hirviéndolo vivo en agua de mar, y ella se había hecho cargo de la educación de la pequeña Condesa.
-¿Qué nuevas me traes?, dijo Doña Genoveva.- Tu gesto y maneras me advierten de contratiempos-.
-Me conocéis bien condesa, respondió Bernarda. - Doña Cristarda, vuestra hermana, y su marido el duque de Felons acaban de llegar y solicitan audiencia. Parecen nerviosos.
-Vaya, qué contrariedad. Soportar las desdichas de la pusilánime de mi hermana y el borracho de su marido no es lo que más me apetece en este momento. Pero está bien. Hazles pasar a mi dormitorio.
-¿Debo darles “el sorbo” en esta ocasión? respondió la sirvienta.
-Ya deberías saberlo Bernarda. Te he repetido hasta la saciedad que cualquier visitante que acceda mis habitaciones privadas debe tomarlo. Ahora vete, debo peinarme antes de recibirles.
Con una leve genuflexión Doña Bernarda se alejó discretamente.
Doña Genoveva accedió a su dormitorio y se sentó en el tocador, dispuesta a peinar sus cabellos castaños frente a él. Su melena era legendaria. La largura y brillo de sus cabellos eran comparables a las crines del más bello pura sangre. La imagen que reflejaba el espejo era la de una figura de porcelana. Rasgos juveniles, casi infantiles, y una piel blanca aterciopelada únicamente mancillada por un lunar oscuro en el centro de su fina barbilla, lunar que en su juventud había sido objeto de burla por parte de sus hermanas y que luego se había convertido en el juguete preferido de sus amantes.
Unos ligeros golpes en la puerta avisaron de que la visita había llegado.
-Adelante, dijo Doña Genoveva al tiempo que se ponía en pie y adoptaba la pose de una reina.
Doña Bernarda abrió la puerta y dio paso a los recién llegados.
Doña Cristarda era la hermana menor la y menos agraciada física e intelectualmente de la familia. Dios nuestro Señor había colmado con sus dones a la mayor y había dejado atrás a la benjamina de las hermanas. La longitud corporal de Doña Cristarda casi doblaba la de su hermana, y eso le había generado trastornos de relación con el mundo exterior desde su niñez, además carecía de la astucia y sagacidad de Doña Genoveva. Ni el más alto de los soldados de la guardia llegaba al metro noventa y un centímetros de la doncella. Estos condicionantes físicos y mentales habían provocado un hueco en su carácter que había sido bien aprovechado por su actual marido, Archibaldo, Duque de Felons, al que apodaban “El vivo” precisamente por el don que poseía de aprovecharse de complejos, ansias y ambiciones ajenas siempre en su propio beneficio. Así era como había accedido a la dote de Doña Cristarda, aprovechando su dulce carácter y estrafalario aspecto, y sobre todo porque había pasado seis meses escribiendo para ella tiernos poemas de amor tocando la cornamusa, una suerte de gaita con la que perpetraba horribles melodías y haciendo trucos de funambulismo bajo su ventana, punto éste crucial en la conquista de la dama, dado el gusto de la misma por los juegos malabares. Un sinvergüenza en toda regla al que Doña Genoveva usaría en la primera ocasión en que le fuera de utilidad.
- Querida hermana, dijo Cristarda agachándose para evitar el quicio de la puerta al entrar en la estancia,-me urge verte.
- Querida cuñada, es un honor volver a tu castillo, prosiguió “El vivo”.
-Veo por vuestras caras que no son buenas nuevas las que me traéis en esta ocasión. ¿Cuál es el problema esta vez? ¿Vuestros campos no producen lo suficiente? ¿Vuestros vasallos se burlan de vos?
-No os burléis vos de mi, hermana, replicó Cristarda cariacontecida.- Es algo mucho más grave, Genoveva.
-Entonces tomad asiento y explicadme vuestra congoja.- Bernarda, sirve a mis invitados unos dulces y un poco de vino, me temo que la conversación se dilatará un tiempo.
-Dulce, por favor, comentó el duque, -el vino, que sea dulce-.
-Veo, cuñado, que vuestro abultado abdomen no os preocupa en absoluto. ¿Veis hermana? Los hombres se casan y se descuidan, es una calamidad que algunas mujeres seguís tolerando.
-Oh, querida cuñada, me aduláis, dijo el duque complacido. Sé que os alegráis infinito de nuestra prosperidad.
-Creo que no comprendéis mi fina ironía querido duque, pero no importa por el momento. Cristarda por favor, decidme que desgracia os aqueja.
-Discúlpame la interrupción querida, dijo el duque sonriendo a su esposa. -Quisiera preguntar a Doña Genoveva el nombre de ese curioso licor que nos sirve Doña Bernarda antes de entrar en sus dependencias cada vez que venimos de visita. No puedo evitar recordar lo bien que me siento cada vez que lo tomo.
-Es solo un sorbito de bienvenida Duque, nada más que eso, respondió la anfitriona mostrando una amable sonrisa.
-Archibaldo, no es momento de pensar en licores y lo sabes bien. La situación es lo suficientemente grave como para venir a ver a mi hermana, y más a sabiendas de la opinión que tiene de mí, dijo Doña Cristarda con un sollozo.
-Hermana, por favor, no debéis llorar. Mi opinión sobre vos siempre ha sido la mejor, a pesar de nuestras pequeñas rencillas cuando éramos niñas.
-Lo siento de veras, sabéis que soy demasiado sensible y me emociono con cualquier cosa. Pues bien, he venido a veros porque necesito vuestra ayuda. Más bien necesito la ayuda de vuestras tropas y vuestros más nobles caballeros. La situación en Felons es insostenible.
-Me asustáis Cristarda. Sabéis que estoy enteramente a vuestra disposición, pero proseguid con vuestro relato.
-Hace tres meses llegó a nuestras tierras un anciano caballero. Se presentó como el Señor de Ickwick, dijo que procedía de lejanos lugares y que buscaba un lugar donde pasar la noche. Por supuesto, tratándose de un caballero, le ofrecimos hospitalidad como es nuestro deber de aristócratas y buenos cristianos.
-Ese Señor de Ickwick ¿qué aspecto tenía?
-¿Es acaso importante su aspecto, Genoveva?
-Desde luego que lo es. Habéis olvidado mis consejos Cristarda. La presencia de un caballero llega antes que sus primeras palabras, y por su porte y andares se sabe más que por sus palabras.
-Qué sabia sois hermana, agradezco al cielo vuestros valiosos consejos. El citado caballero venía a lomos de un extraño corcel. Un caballo de color negro con faldones dorados. Un caballo de gran tamaño por cierto, y más musculado y vigoroso que los vistos por estos lares.
-¿Faldones dorados decís?, exclamó Doña Genoveva levantándose de pronto. Y esos faldones ¿llevaban bordada una margarita de cinco pétalos?
-Exactamente. Pero ¿cómo sabéis eso?
Alguien llamó en ese instante a la puerta interrumpiendo la tensa conversación. Doña Genoveva se giró hacia el Duque y llevó su dedo índice a los labios en señal de silencio.
-Adelante Bernarda, dijo.
La solícita sirvienta pasó al interior de la estancia portando una bandeja repleta de pastelillos y una jarra de vino dulce, tal y como había solicitado el ilustre invitado.
-Gracias Bernarda, déjalos sobre la mesa y déjanos, dijo la condesa amablemente.
Los presentes guardaron silencio mientras Bernarda, sabedora de que algo grave se estaba tratando, obedeció y salió prestamente haciendo una reverencia.
“El vivo”, que estaba más pendiente de la llegada del dulce licor que de la conversación que se estaba produciendo, se abalanzó sobre la jarra de plata y se sirvió un vaso del ansiado licor.
-Continuad, dijo Genoveva seriamente.
-Como vos decís, los faldones llevaban bordada una margarita. Respecto al anciano caballero, cabe destacar que vestía una ligera armadura de cuero de color negro, algo no apto para una de nuestras justas, desde luego. Estatura elevada y recios hombros para un hombre de su edad, y una larga barba blanca sobre una piel curtida por el sol. Respecto a sus maneras, debo decir que era un hombre bien educado, posiblemente de noble cuna a juzgar por su exquisito uso del lenguaje. Podría decirse que más que hablar rimaba. Pero decidme, Genoveva. Vos sabéis algo más. ¿Quién pudiera ser?
-Genoveva se había levantado hacía ya unos instantes y paseaba por el dormitorio con las manos a la espalda, escuchando atentamente las palabras de Cristarda mientras Archibaldo daba buena cuenta de la bandeja de pastelitos. Tardó varios segundos antes de responder.
-Seguid, dijo. Y no omitáis ni un solo detalle.
-Poco más puedo deciros respecto a su aspecto, Genoveva. Pusimos a su disposición todo a lo que nuestra hospitalidad y condición obliga para con un caballero, baño, cama y comida. Su caballo descansó en nuestros establos y fue cuidado con mimo.
-¿De qué habló ese Señor de Ickwick?
-Durante la cena estuvo callado y únicamente respondió a las preguntas que principalmente Archibaldo le formuló, más por pura cortesía que por interés.
-Así que hablasteis con él, Archibaldo. Y decidme ¿de qué exactamente?
Archibaldo limpió con un paño las últimas migajas de la última pasta que quedaba en la bandeja, vació un vaso de vino y se dispuso a responder a su cuñada.
-Felicitad a las monjas de la cocina Doña Genoveva, sus obras están tocadas por la mano del Altísimo. Realmente exquisitas estas viandas.
-¡Archibaldo! me sonrojas. Responde a las preguntas de mi hermana, no hemos venido aquí en visita de cortesía.
-Por supuesto querida, dijo el Duque haciendo una reverencia. Genoveva, debo decir que mi corta conversación con este caballero no aclaró ninguna de mis dudas sobre su origen. Como tan acertadamente ha descrito mi amada esposa, sus palabras eran misteriosas. Pongo como ejemplo mi primera pregunta, creo recordar que fue la siguiente:
-¿Y venís de muy lejos Señor?
- “Vengo del lugar donde los cielos se cubren, donde las nubes se esconden, donde los sueños nos muestran lo peor de lo que es noble”
- Creo que he citado correctamente, ya que como os digo hablaba constantemente de este modo misterioso e incomprensible. Como comprenderéis cuñada mía, hablar con semejante personaje es harto incómodo, ya que uno debe descifrar sus palabras cada vez que abre la boca.
-Entiendo, dijo la Condesa. ¿Algo más?
-Poco más puedo decir, Doña Genoveva. Cenó en silencio sin dar más conversación y se retiró a descansar. A la mañana siguiente partió de madrugada y sin dar aviso previo. Los centinelas le permitieron el paso conforme a la orden que yo les había dado. A día de hoy no hemos vuelto a tener noticias suyas.
-Pasaron tres días desde la partida del Señor de Ickwick, siguió relatando Doña Cristarda. Al atardecer de ese tercer día, una de las patrullas que ejercen su labor por los alrededores de nuestro castillo se presentó antes de la hora fijada para el final de su ronda y pidió vernos con carácter de urgencia. Mi marido, que en ese momento se afanaba en reproducir mis gentiles formas en un lienzo, montó en cólera al ser interrumpida su labor pictórica, ya que precisamente había logrado serenar mi respiración poco antes con el objeto de dibujar mis labios correctamente. El soldado que azorado solicitaba audiencia no cejó en su empeño de hablar con nosotros, incluso ante la perspectiva de ser severamente castigado por Archibaldo. He aquí la historia que relató:
“Durante la patrulla vespertina y dentro de nuestro recorrido habitual en busca de bandidos o alimañas que puedan poner en peligro el castillo de los duques, uno de los soldados ha creído ver algo moviéndose entre los arbustos que rodean las cercanas montañas de Monomicón. Alerta a causa del peligro de que una fiera o enemigo de cualquier índole pudiera atacarnos, no ha dudado en arrojar su lanza sin miramientos hacia el escondrijo del presunto maleante. Cuál ha sido nuestro asombro y sobresalto al escuchar un alarido desgarrador procedente de la criatura ensartada por la lanza. Tras bajarnos del caballo, la patrulla al completo nos hemos acercado y hemos descubierto dando sus últimos estertores de vida, a la criatura más horrenda jamás vista por estos lugares. Es imprescindible que los Duques bajen a verla a los establos, donde hemos escondido el cadáver de la bestia con el fin de que no cundiera el pánico entre los habitantes del castillo.”
- Creo saber a qué tipo de monstruo os estáis refiriendo hermana, dijo Doña Genoveva con gesto atento. – Pero terminad la historia-.
-Tras bajar a los establos, lo que vimos querida Genoveva, era lo que parecía un pequeño y horrendo dragón, tal y como lo relatan nuestras antiguas leyendas. Nadie había visto jamás semejante engendro, así que nada más verlo, horrorizada, aparté la vista. Archibaldo, hombre valiente donde los haya, se dedicó a dar puntapiés a la bestia hasta que desgarró la puntera de su bota. El cuerpo escamoso y repleto de púas del repulsivo engendro hicieron el trabajo.
Archibaldo sonrió divertido por el relato de su hazaña.
- Así fue querida cuñada. Si aun quedaba un resquicio de vida en aquel aborto infernal, yo personalmente se lo arrebaté. Bien es cierto que dadas las circunstancias, y temiendo que alguno más de su especie pudiera merodear por los alrededores, esa misma noche convoqué para el día siguiente a los mejores y más valientes caballeros de Felons. A la cita acudieron Sir Afreo, Sir Canut, Sir Falabón y Sir Vigor. Reunidos en torno a la mesa de crisis y con el cadáver del extraño animal sobre ella, se expusieron diferentes argumentos sobre el origen del dragón. Hubo quien atribuyó su existencia a la brujería, otros lo achacaron a un aborto espontáneo de algún animal de granja, y por último y creo que acertadamente, Sir Afreo declaró estar convencido de que las leyendas eran ciertas, que los dragones existen, y que si éste había llegado a nuestras tierras era más que probable que alguno de sus progenitores hubiera hecho lo propio. De ser cierta su teoría, dicho progenitor excedería grandemente en tamaño y ferocidad a su presunta cría. Durante varias horas y tras innumerables jarras de aguardiente que estimularon nuestra imaginación y derivaron la conversación hacia temas más mundanos, como el color de las plumas del casco de Sir Vigor o las tremendas anchuras de las labriegas de la aldea, un gran impacto sacudió las almenas del castillo y derribó enormes piedras sobre el patio de armas. Sin perder un segundo alcanzamos nuestras espadas y salimos al exterior, para observar aterrados como un enorme dragón, con un aspecto similar al capturado, sobrevolaba el castillo golpeando sin cesar nuestras murallas y arrojando un líquido incandescente por sus fauces, que al impactar contra cualquier superficie se inflamaba inmediatamente. Subidos a las almenas y mostrando un valor inconmensurable hicimos caer lluvias de flechas contra el enemigo sin conseguir hacer cesar su ataque. En cierto momento de la batalla, con gran parte del castillo en llamas y cuando dábamos todo por perdido, el dragón emitió un espantoso grito de guerra y emprendió veloz vuelo en dirección a las montañas de Monomicón. En una estampa que yo calificaría de legendaria, el Señor de Ickwick galopaba tras él con su espada en alto a lomos de su imponente caballo negro.
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El dedal de Santa Poularda
HumorDoña Genoveva de Brumoise debe salir de su castillo para poner a salvo el Dedal de Santa Poularda, objeto mágico que corre peligro de ser robado, pues otros andan tras él. Junto a su fiel sirvienta, Doña Bernarda, su hermana, la ligera Doña Cristard...