CAPÍTULO 2
En la “Taberna de los mil puercos” situada en el enclave
comercial de Bolón, Sigmundo, Duque de Tolondra, vaciaba su sexta jarra de cerveza mientras hacía carantoñas a una de las escuálidas camareras del antro, que sentada sobre sus rodillas animaba al caballero a seguir bebiendo, haciendo uso de su condición femenina.
La visita a Doña Genoveva de Brumoise, una de sus múltiples amantes en el reino, había resultado más que satisfactoria. Cortejar a una mujer de su edad siendo un jovenzuelo de tan solo diecisiete años era tarea fácil para él. Había pasado varios días en su compañía, y gracias a sus facultades poéticas y amatorias había conseguido sacar una buena recompensa por sus servicios de acompañamiento. Doña Genoveva le consideraba un consumado espadachín, aunque nada más lejos de la realidad, su maestría radicaba en su capacidad para satisfacer con su grata compañía, poemas, e insuperable sentido de la danza, a las solitarias esposas que suspiraban en sus hogares la vuelta de sus maridos de las interminables guerras fronterizas.
-¡Fabián! exclamó Sigmundo. ¡Más cerveza! para mí y para esta bella dama que me acompaña.
-Al momento Señor Sigmundo, respondió Fabián, el dueño de la taberna.
Sorteando a los múltiples clientes del apestoso antro, entre los que se encontraban los más despreciables habitantes del reino, tales como avaros prestamistas, comerciantes llegados de las más lejanas tierras, soldados de fortuna o desterrados de la más diversa y oscura índole, Fabián consiguió llegar hasta la mesa del Duque.
-Aquí tenéis excelencia. Estáis convidado en esta ocasión, dijo el tabernero.
-¿Y a quién debo agradecer el convite? respondió el aludido visiblemente afectado por la bebida.
-El caballero del fondo es quien paga vuestra jarra Señor, dijo Fabián señalando la mesa más escondida y recóndita de la sucia taberna.
Entre las sombras del extremo más alejado del aristócrata seductor, sentado junto a una de las puertas de la Taberna de los mil puercos, un anciano pero imponente caballero vestido de negro que lucía larga trenza, alzó su copa al ver cómo el duque de Tolondra indagaba con la mirada desde su mesa.
-Decid al caballero que agradezco su invitación y que iré a verle en cuanto termine de recitar mis mejores poemas a esta preciosa doncella.
-Por supuesto excelencia, así lo haré sin tardanza.
Tras beber la séptima jarra de cerveza y hacer gala de sus composiciones poéticas para regocijo de la camarera descarnada y los pobres desgraciados allí presentes, el Duque arrojó de un empujón a su flaca acompañante, pues ya se había hartado de ella, y con la intención de agradecer y a ser posible continuar su jornada de asueto particular, se levantó tambaleante y se dirigió a la mesa de su desconocido benefactor. Conforme se acercaba a ella, el anciano, cuya cabeza estaba cubierta por una capucha, que le miraba fijamente a los ojos a medida que se aproximaba, se levantó lenta y majestuosamente, y girándose desapareció en un suspiro por la puerta que estaba junto a él. Don Sigmundo, que luchaba por abrirse paso entre la maraña de extranjeros borrachos que llenaban la taberna, se sintió ofendido ante la actitud del encapuchado. Él no era un cualquiera, desaparecer así suponía un desprecio hacia su augusta persona. Suficiente honor suponía ser visitado por un descendiente de la ilustre familia de los Tolondra. Así que despechado por la actitud esquiva e incluso sospechosa de aquel hombre, aceleró sus pasos hasta que llegó a la desierta mesa. A punto de abrir la puerta con la intención de alcanzar al evadido, Sigmundo reparó en que sobre la mesa, sujeta bajo la copa de la que el hombre había bebido, se encontraba un escrito, en el cual podía leerse desde cierta distancia escrito en caracteres enormes, el apodo con el que los labriegos de la zona con pésimo gusto le habían bautizado; “Al duque de Picaflor”.
Intrigado e indignado por aquel apelativo que tanto le molestaba, Sigmundo cesó su persecución, tomó la ofensiva misiva y leyó:
“Aquel que a las damas en exceso agasaja, el terror del norte soportará en su casa”
¿Qué extrañas y ridículas palabras eran aquellas? ¿Qué absurda burla representaba para un hombre de su posición? Ofendido por la huida plegó el escrito, lo guardó en su bolsa y dando una patada en la ya destrozada puerta, salió al exterior decidido a pedir explicaciones sobre tan extraño y grosero comportamiento. En la oscuridad de la noche solo pudo escuchar el menguante sonido de los cascos de una montura que desaparecían, perdiéndose su sonido en la distancia. Sin duda el caballero al que buscaba era el jinete que se alejaba. Frustrado por el fracaso de su reciente búsqueda, el Duque dio media vuelta y volvió a adentrarse en los interiores de la Taberna de los mil puercos, decidido a sonsacar al gordo tabernero la identidad del misterioso poeta. Empujando violentamente a todo aquel que se interponía en su camino, divisó a quien iba a proporcionarle la ansiada información.
-¡Fabián! volvió a exclamar alzando la voz sobre las risas y los cantos estrepitosos que llenaban el ambiente –preséntate ante mí inmediatamente.
El aludido, que en ese momento intentaba zafarse de los besos y caricias de un corpulento cazador de osos venido a menos, que visitaba la taberna asiduamente en busca de sus favores, aprovechó la ocasión para huir de su excesivamente cariñoso captor y respondió a voz en grito:
- ¡Aquí estoy excelencia, dispuesto a serviros!
Ante el disgusto y enfurruñamiento del cazador de osos por la pérdida de su presa, a la que prácticamente tenía ya derrotada, Fabián acudió presto a la llamada del Duque.
-Gracias a Dios que habéis acudido en mi ayuda Don Sigmundo, ese hombre me acosa cada vez que vuelve de las montañas. Pero decidme ¿en qué puede serviros este humilde posadero?
-Me traen sin cuidado tus relaciones amorosas posadero, es labor de tu esposa y no mía cuidar de tus amistades. Quiero saber al instante quien era el anciano caballero que ha pagado mi cerveza.
-No conozco al caballero por su nombre Duque, pero sé que pertenece a una antigua orden de la que ya casi no se habla en nuestros días.
-¿Y qué orden es esa, si puede saberse?
-La Orden de Margahrette, Don Sigmundo. El caballero llevaba en la mano un pañuelo con la enseña de su orden, fue famosa en la región en tiempos de mi abuelo.
-Nunca he oído hablar de ella tabernero, como bien sabess mis orígenes están lejos de estas tierras infectas. Cuéntame más, me interesa esa historia.
-Entonces pasad por aquí caballero. En mi humilde habitación estaremos más tranquilos.
Fabian dirigió al Duque de Tolondra a través de los estrechos pasillos de los interiores de la taberna y le indicó el camino a un pequeño aposento que se situaba en el primer piso del edificio, junto a la escalera.
-Sentaos por favor, dijo Fabián ofreciendo al Duque un pequeño taburete de madera y sacando una botella de la alacena. -¿Os apetece un vaso de vino?
-Veo que guardas para ti mismo tus mejores tesoros Fabián. Ese no es el vino que sirves a tus clientes, pero sí, acepto tu invitación.
-Un hombre humilde debe darse un capricho de vez en cuando ¿no os parece? respondió el tabernero, mientras con una sonrisa de satisfacción llenaba las copas y tomaba asiento en el taburete más próximo.
El duque de Tolondra alzó su copa invitando al brindis al acogedor y hospitalario tabernero y la vació de un solo trago. -Y ahora cuéntame esa historia Fabián, estoy intrigado.
-Os contaré lo que dice la leyenda Duque, en vos queda la decisión de creerla o no.
El posadero comenzó a relatar:
«Se cuenta que hace mas de mil años, en una remota región del Norte, gobernaba un magnánimo rey llamado Gundar. Era un rey amado por sus súbditos, debido a que en su reino la justicia y generosidad que mostraba llegaba a todos, desde los más humildes labriegos hasta los más altos representantes de la nobleza. Rodeada de altas montañas y a salvo de los ataques de otros reinos la Fortaleza de la Cumbre, lugar donde vivían el rey y la corte, era un lugar seguro y la vida transcurría plácidamente para los habitantes del lugar. El rey Gundar estaba felizmente casado con su esposa Margheritte, quien le había dado dos hijos, Froilo y Dabon, que en aquel instante eran niños aún.
Una noche, inesperadamente, la fortaleza se vio atacada por un enemigo desconocido. Gritos desesperados procedentes tanto de la aldea como del interior de la fortaleza quebraron la paz reinante. Uno de los soldados irrumpió en los aposentos privados de la familia Real dando la voz de alarma. Tras ponerse su armadura, el rey encargó a la guardia poner a salvo a su familia y subió a las almenas con el propósito de enfrentarse a los desconocidos atacantes. Lo que allí descubrió fue terrible, decenas de dragones atacaban la fortaleza y las aldeas que la circundaban escupiendo un líquido inflamable que se convertía en fuego al impactar en cualquier cosa que tocara, lo mismo daba si era un soldado, un niño o el mismísimo Rey…»
El Duque de Picaflor escuchaba el relato con los ojos abiertos como platos sin perderse un solo detalle.
-¿Y qué aspecto tenían esos dragones? preguntó intrigado.
-Sus cuerpos eran negros como la muerte y estaban recubiertos de escamas, sus grandes ojos de serpiente eran de un color rojo fuego, sus garras eran capaces de destripar un oso de un solo zarpazo y sus alas como las de un murciélago. Sus movimientos, rápidos como los de una víbora, y su aliento apestoso como el de una de mis camareras.
-Continuad con el relato Fabián, dijo el conde ansioso por conocer la historia al completo.
«…La Fortaleza de la Cumbre estaba en llamas, y los pocos aldeanos que quedaban vivos eran perseguidos y devorados por los dragones cuando intentaban huir al bosque. Los soldados eran incapaces de detener el ataque, así que la decisión del rey Gundar fue evacuar a los que aún quedaban vivos a los túneles interiores del edificio. Allí esperarían seguros el fin del ataque y tendrían tiempo para pensar. El rey ordenó la retirada, y todo el que conservaba alguna fuerza o sus heridas se lo permitían penetró en las oscuras cavidades para ponerse a salvo. En la puerta de la entrada principal a las galerías, Gundar daba paso a los que se refugiaban. Pero algo iba mal, su esposa Margheritte y sus dos amados hijos no aparecían por ninguna parte, cuando debían haber sido los primeros en ponerse a salvo. El jefe de la guardia, a quien había encomendado la labor de ponerles a salvo tampoco estaba allí. Luchando contra los esfuerzos de sus oficiales para impedir que saliera al exterior, el rey Gundar desenfundó su espada y salió al exterior dispuesto a enfrentarse con la misma muerte. Solo encontró el silencio, la batalla había terminado. Buscó entre los muertos a su familia y desgraciadamente la encontró. Cerca del acceso a las galerías subterráneas yacían completamente abrasados, casi irreconocibles.»
¡TOC,TOC! alguien llamaba a la puerta de los aposentos del tabernero.
-¡Maldición! -exclamó el duque irritado por la interrupción- ¿Quién osa perturbar mi paz?
-Tranquilizaos Duque, yo me ocuparé, dijo Fabián intentando tranquilizarle.
Fabián abrió la puerta de su habitación mientras del otro lado alguien aporreaba la misma con insistencia.
-Rolando, ¿Cuántas veces te he dicho que no me interesas como compañero? ¡Estoy casado, pardiez!
El cazador de osos, pues de él se trataba, que era un hombre corpulento pero con una mirada lánguida y cariñosa, bajó la mirada avergonzado y en voz baja preguntó:
-¿Quién es ese hombre? Es más joven que yo. ¿Es acaso vuestro capricho?
El Duque de Tolondra, ya bastante alterado por la interrupción desenfundó su espada al oír tales palabras.
-¿Cómo? ¿Me acusáis de ser el capricho lascivo de un tabernero? Salgamos a la calle y allí pagareis cara vuestra osadía.
Rolando, que pese a su bravura en las artes de la caza era un hombre bastante cobarde, salió huyendo escalera abajo al ver el brillo de la espada de su enfurecido oponente.
-Os pido mis más sinceras disculpas por la interrupción y las acusaciones de este pazguato, Don Sigmundo, no sé qué decir. -No digáis nada. Trancad la puerta, sentaos y seguid con vuestra historia. ¡Y que Dios se apiade del alma de quien vuelva a molestarnos!
«...El Rey Gundar clamó venganza, y juró por su honor que pasaría el resto de su vida e incluso más allá de ella exterminando a los demonios que se habían llevado a lo que más había amado en vida. Al día siguiente abandonó la Fortaleza de la Cumbre para no volver jamás. Dice la leyenda que hasta su muerte se dedicó a recorrer el ancho mundo reclutando a caballeros de diferentes procedencias y remotos orígenes, con el único fin de librar al mundo de la amenaza de los dragones. Con ellos fundó la Orden de Margheritte en honor a su amada esposa, y usó como estandarte en honor a ella una margarita de cinco pétalos sobre un paño de color morado como símbolo de la tristeza que le acompañó hasta la muerte»
-La historia que me contáis es realmente asombrosa - dijo el Duque maravillado por la narración - Pero el hombre que huyó esta noche era un anciano, y esto que me habéis contado es solo una leyenda. Todo el mundo sabe que los dragones no existen, y si existieran ¿qué tendría yo que ver con ellos?
-Puede que aún no sepáis lo que tendréis que ver con ellos en el futuro, dijo una voz femenina desde la entrada.
-Gunilda ¿qué haces ahí escuchando? márchate inmediatamente, replicó Fabián - Disculpadla Don Sigmundo, ella es Gunilda, mi esposa, y es poco discreta como podéis apreciar.
-No, no, no, contestó el Duque. Quiero saber qué tiene que decir. Explícate posadera.
-Mi difunto padre me juró que en sus viajes había visto de lejos a caballeros de esa orden en lejanos países. También me dijo que allí donde aparecen es porque el peligro acecha. Y lo más importante de todo, me dijo que esos caballeros eran los mismos que el Rey Gundar reunió para su orden, y que aún hoy todos ellos están vivos desafiando a la muerte con el fin de cumplir su sagrada misión. Así que si uno de ellos se ha acercado al Señor Duque, su vida está a punto de cambiar para siempre, relató Gunilda con gesto serio.
ESTÁS LEYENDO
El dedal de Santa Poularda
HumorDoña Genoveva de Brumoise debe salir de su castillo para poner a salvo el Dedal de Santa Poularda, objeto mágico que corre peligro de ser robado, pues otros andan tras él. Junto a su fiel sirvienta, Doña Bernarda, su hermana, la ligera Doña Cristard...