Tras departir con el Señor de Ickwick, viejo compañero de armas, Fray Vitirio, en otros tiempos llamado Einar, sentía como su alma se dividía entre dos pasiones. Las dos eran servir a Dios, pero cada una a su manera.
Recordaba cómo en tiempos había cabalgado junto a cientos de nobles caballeros de la Orden de Margueritte, siendo el azote del mal allí donde se encontrara. Juntos salvaron cientos, quizás miles de vidas, siendo servidores de los pobres, los oprimidos y los olvidados del mundo. Por otro lado estaba su vida actual, que dedicaba a la misma misión, pero preparando a todos aquellos que alguna vez saldrían al mundo a ejercitar esa misma misión, pero en lugar de hacerlo con la espada lo harían con la palabra.
Solamente una cosa le quitaba el sueño no pocas noches desde que habitaba en la abadía, y esa cosa era la imposibilidad de recordar su verdadero origen. Recordaba a sus compañeros, recordaba su nombre, recordaba las gestas que juntos habían conseguido, más no conseguía recordar su identidad original. Sin duda el Padre celestial tenía alguna poderosa razón para ello, de tal manera que lo natural era aceptarlo y proseguir con su labor, tal como lo llevaba haciendo tantos años.
Al llegar a la capilla Fray Vitiro se arrodilló y entró en un profundo proceso de meditación. Quedó enfrascado en él a tal punto que varias horas después Fray David, que se había situado tras él y en el que el viejo monje no había reparado, tocó levemente su hombro con la intención de que despertase de su letargo. Nada más notar el contacto de la mano del joven fraile, los dedos de Fray Vitiro, rápidos como un rayo, ya apretaban el gaznate de Fray David, que asustado intentó zafarse del peligroso abrazo.
Los ojos de Fray Vitirio estaban en esos momentos inyectados en sangre, su mirada perdida, y su poderosa mano apretando mortalmente el cuello del aterrorizado fraile.
El apretón solo duró unos segundos, los suficientes para que al notar los dedos aflojar su fuerza mientras el atacante volvía en sí, Fray David huyera despavorido con la única intención de encerrarse en su celda.
No era la primera vez que ocurría. Fray Vitirio había reaccionado de la misma manera en más de una ocasión, reacción provocada sin duda por el instinto guerrero que su vida anterior había dejado impresa en él. Lleno de desazón y arrepentido por su arrebato, quedó sentado en la capilla sin otro objetivo que buscarse a sí mismo y pedir perdón.
No había pasado mucho tiempo desde la precipitada marcha de Fray David, cuando unos pasos se acercaron al arrepentido religioso. Fray Vitirio, arrodillado y con sus ojos cerrados sintió cómo el recién llegado se sentaba a su lado.
-Ickwick - dijo sin abrir los ojos –Reconocería el sonido de tus pisadas entre un millón de soldados.
-Casi matas del susto a ese pobre muchacho, comentó Icwick con sorna.
Es un buen chico, Icwick, después iré a hablar con él. Creí dejarte clara mi respuesta.
-Hay algo más, dijo Ickwick. El dedal está cerca, Einar. Solo falta un año para que se cumplan los doscientos desde que bebimos de él por última vez, y cien desde que nos fue robado por aquel loco que alimentaba a los dragones.
-¿Cómo sabes que está aquí? Preguntó Einar sin abrir sus ojos.
-El viejo dragón se ha establecido en esta región abandonando a los suyos en su eterno exilio. Y si está aquí es porque ha localizado el dedal y quiere destruirlo. Sabe que con él en su poder acabará con todos nosotros y su odiosa raza volverá a aterrorizar el mundo. Por última vez Einar, únete a nosotros, si no lo haces por ti hazlo por la humanidad y por las generaciones venideras. He dado instrucciones al abad para que puedas localizarme en caso de que así lo hagas. Te espero, amigo mío.
-¿Tienes ya un escudero, Icwick?
-Si, ya ha sido elegido. Como en otras ocasiones es un patán sin modales ni formación militar, pero me servirá o se dejará la vida en ello.
-¿Su nombre?
Sigmundo, Duque de Tolondra, a quien apodan el Duque de Picaflor por su desaforada afición a las faldas.
-¿Entendió el mensaje?
-Aún no he hablado con él, pero sé donde encontrarle. Es cliente habitual de un tugurio llamado “La taberna de los mil puercos”. Cerca de aquí, en Brumoise.
Sin más dilación, Icwick se retiró dejando a Fray Vitirio sumido en sus pensamientos.
Varios minutos después, el viejo monje salió de la capilla con el alma atormentada por su ataque al pobre Fray David, y el hecho de empezar a entender que debía hacer un alto obligado en su vida religiosa para servir a una causa mayor. A él no le importaba morir, de hecho sería un alivio para su atormentada existencia. Pero algo más grande estaba en juego, y era la salvación de miles de cristianos y la supervivencia de los miembros de la Orden de Margherette.
Al llegar a la celda de Fray David lo encontró arrodillado, rezando al sencillo crucifijo que colgaba de la pared.
-Fray David, dijo en voz baja Fray Vitirio.
El joven abrió los ojos, se puso en pie y quedó frente a su mentor.
No vengáis a disculparos hermano. Si vuestra reacción fue la que fue estoy seguro de que había motivos para ello. No soy quien para juzgaros.
-Sois un gran hombre y un gran hermano, Fray David. Venía a disculparme, efectivamente. Pero ahora además vengo a algo más. Debo hablaros.
-Sentémonos en mi catre y hablemos entonces, replicó Fray David.
Así lo hicieron, y tras unos instantes de reflexión buscando la manera de dirigirse al muchacho, Fray Vitirio le relató la leyenda del Rey Gundar, del asesinato de su familia y de como a través de los siglos, un puñado de elegidos entre los pueblos del mundo había dedicado su vida a la protección de los débiles y la destrucción de aquellos demonios que amenazaban la obra de Dios.
Le habló también del dedal de Santa Poularda, y como hacía cien años un labriego llamado Botardo, ciego de un ojo, cojo de una pierna y mongólico de nacimiento, cuyo oscuro negocio había sido el tráfico de joyas robadas, fue engañado por los dragones, quienes le hicieron pensar que alimentaba a cerdos, cuando en realidad les estaba alimentando a ellos. Este mal nacido robó el dedal y lo hizo desaparecer vendiéndoselo a un constructor de barcos, que precisamente hundió su navío
al chocar con los acantilados cuando se encontraba bajo los efectos del licor de castañas. Ahí fue cuando la orden le perdió la pista hasta el momento presente, momento en el que la preciada reliquia se encontraba presuntamente en las cercanías de Brumoise.
Le contó también que cada caballero debe llevar un escudero cuando la ocasión lo requiere. Un escudero de alma noble y generosa y sin apenas conocimiento de las artes de caballería o de las tácticas militares.
-Pues bien, joven monje. Debo unirme a mis hermanos de orden tras mucho tiempo dedicando mi tiempo al espíritu. Y yo te propongo que seas mi escudero.
Fray David intentaba asimilar la cantidad de información que Fray Vitirio le acababa de transmitir. La idea de contribuir a la salvación de vidas, convertirse en escudero de un valiente caballero y siervo de Dios hubiera sido poco más que un sueño imposible para él poco tiempo atrás, cuando aún vivía en casa de su madre y Florindo, apodado “El juglar”, le flagelaba con mondas de limón a escondidas para precipitar su huida de la casa y así quedar a solas con “La bien parida”, apodo cariñoso con el que los aldeanos se referían a su progenitora.
-Fray Vitirio, o Einar, como ese hombre os llamó. Debo deciros que estoy dispuesto, que iré con vos a donde el cielo me lleve, sea a la gloria o al infierno. Contad conmigo. Pero la duda me corroe. Cuando todo termine, si sigo vivo, ¿podré volver a la abadía y seguir con mi formación?
-De eso me encargaré esta misma noche valiente David, así os llamaré a partir de ahora, ya que compartiréis conmigo alegrías y tristezas, aventuras y desventuras. Vos me llamaréis Sir Einar. Ahora dormid. Al amanecer partiremos, yo haré los preparativos.
A las cinco de la madrugada, tras sobornar al celador de la abadía con un crucifijo hecho de harina de castañas, de un valor incalculable, Sir Einar y David abandonaban la abadía con destino al ducado de Brumoise. Con un hatillo de tela lleno de sus escasas pertenencias, que se reducían a unas pocas naranjas y una Biblia, partieron en busca de “La taberna de los mil puercos”, donde Ickwick estaría esperándoles y les proveería de todo lo necesario para cumplir su misión.
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El dedal de Santa Poularda
HumorDoña Genoveva de Brumoise debe salir de su castillo para poner a salvo el Dedal de Santa Poularda, objeto mágico que corre peligro de ser robado, pues otros andan tras él. Junto a su fiel sirvienta, Doña Bernarda, su hermana, la ligera Doña Cristard...