Capítulo 9

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La comitiva había partido mediada la mañana hacia el Castillo de Felons. Iba encabezada por el recién degradado sargento Potronus, quien con cara de pocos amigos enarbolaba orgulloso el estandarte de Brumoise, que no era otra que la imagen de un lobo cruzando el río bajo una flor de lis, antigua reminiscencia sin duda del origen del apellido. Los antepasados de Doña Genoveva presumían de ser descendientes directos de los fundadores de la eterna Roma, imperio venido a menos hacía ya muchos siglos pero ejemplo histórico de valor y orden social. El lobo sobre el río simbolizaba el vadeo del Rubicone por el noble cánido y su búsqueda de nuevas tierras que llevar a la gloria. Esas tierras según la leyenda familiar eran precisamente las de la familia Brumoise.
Tras el Capitán venido a menos, un grupo de veinte hombres en rigurosa formación de a cuatro cabalgaban armados con espadas enfundadas en anchas vainas de cuero y escudos labrados con la imagen familiar. El siguiente vehículo de la comitiva era el carruaje cubierto por finas telas de color dorado de Doña Genoveva, quien acompañada en su interior por su fiel Doña Bernarda y un recién adquirido guardia personal de nombre Gerardo, era el más protegido de la caravana.
Decenas de soldados y varios artesanos cerraban la fila. Doña Genoveva había querido hacerse acompañar por todos aquellos nobles trabajadores que harían su estancia en Felons mucho más agradable. Panaderos, músicos, camareros y hasta un bufón acompañaban a su Señora.
El soldado Gerardo, arrinconado en una esquina del asiento del carruaje principal no ocultaba su preocupación por su situación personal, que había empeorado ostensiblemente en las últimas horas. Frente a él, su señora y su sirvienta. La primera mirándole con curiosidad y la segunda roncando ruidosamente, cansada sin duda por su matutina ingesta alcohólica que le había valido una severa reprimenda por parte de la condesa. Intimidado por la mirada de su señora, Gerardo miraba constantemente por la ventana del carruaje, sufriendo además las burlas de los numerosos soldados que le guiñaban el ojo y sonreían al pasar a su lado.
-Bello Gerardo, dijo la condesa súbitamente.
-Sí condesa, respondió él.
-No sé si alcanzas a comprender la gravedad de la misión que se te ha encomendado. Temo por la seguridad del dedal, y como te advertí antes de nuestra partida, responderás con tu vida en caso de pérdida, robo o extravío del mismo.
-Soy consciente de ello mi señora.
-¿Estás convencido Gerardo, de que el lugar que habéis elegido Bernarda y tú mismo es el más adecuado para ocultarlo?
-Debo reconocer que la idea fue mía mi señora. Vuestra noble dama de compañía no estaba esta mañana en las mejores condiciones para buscar acomodo a tan Sagrada Reliquia. Como sabéis la guardé en una caja dentro de otra caja y a su vez dentro de otra caja en el interior del carro de los cerdos, cubiertas las cajas asimismo por una capa de adobe y forrada de hojas de parra para su seguridad.
-Gerardo, mi dama de compañía ni es noble ni me hace compañía. Es solo una vieja borracha que heredé de mis difuntos padres y que, eso sí, me sirve con devoción. Esa caja a la que os referís, ¿no es acaso una de las cajas llamadas “Cajonae” en las que los campesinos almacenan el vino que se paga como tributo a sus señores?
-Exactamente mi señora, un lugar discreto que no levantará sospechas.

¿Y sabe ella el lugar exacto donde lo ocultaste? Este secreto no debe guardarlo solamente una persona. En el probable caso de que te sucediera una desgracia, la localización del dedal se perdería para siempre.
-Lo sabe, mi señora. Ella misma me ayudó a amasar el adobe antes de nuestra partida. Actividad que por cierto parecía divertirla en grado sumo, ya que no cesaba de reír mientras amasaba el barro y la paja con los pies desnudos.
-A Bernarda lo único que la divierte es sacarme de mis casillas y beber en exceso, así que por vuestro bien y el mío espero que llegue a su destino sin incidencias.
Doña Genoveva retiró su mirada del joven Gerardo y no volvió a decir una sola palabra durante el resto del camino, hecho que permitió al nervioso joven a dar una cabezada durante unos largos minutos para descansar de la presión a la que estaba siendo sometido en las últimas horas.
Casualmente, uno de los soldados a caballo que adelantaban de vez en cuando el carruaje principal, cuando estaba a punto de guiñar un ojo a su compañero para chanza y regocijo del resto de la tropa observó que éste dormitaba, y espantado arreó su corcel hacia la cabeza de la comitiva. Al incorporarse a su fila no pudo dejar de comentar al compañero que cabalgaba a su lado:
Verdux, shhhhhh, Verdux.
El soldado más próximo a él respondió:
-¿Qué ocurre Tácitus? ¿Aún no has terminado de orinar?
-Ya he orinado mentecato, te dije que tengo un problema de próstata, no tengo veinte años como tú, pardiez. No es eso, hombre. Acabo de ver a Gerardo dormido en el carruaje de Doña Genoveva.
-Ufff, mala señal. Está tocando alturas reservadas para la aristocracia. Se lo diré a Burdex.
-Burdex, shhhh, Burdex.
El soldado que cabalgaba delante de él se giró al oír su nombre.
-¿Qué diantre quieres Verdux? Ya te he dicho que no volveré a jugar a los dados contigo, eres un maldito tramposo.
-¡Eso me lo dirás delante de mi puñal cuando lleguemos a Felons, Burdex! Tengo suerte en los juegos de azar, nada más que eso.
-¿Acaso llamas suerte a tener un dado lleno de seises por todas las caras? Eso en mis tierras se llama hacer trampas y se castiga con tres costillas rotas. Tramposo.
Terminaremos esta conversación jugando a los dados Burdex. Además no te he llamado para eso. Tácitus acaba de decirme que ha visto a Gerardo dormido sobre el hombro de doña Genoveva. Esto no pinta bien.
-¿Qué me dices Verdux? ¿No será esta una de las trampas como las que haces jugando a los dados para tomarme el pelo?
Verdux comenzó a sentir como la ira iba apoderándose de él, pero mantuvo la calma y respondió lentamente.
-Si vuelves a llamarme tramposo coceré tus criadillas a fuego lento en un puchero de vino dulce. Ahora cállate y pásalo.
Amedrentado por la amenaza de aquel tramposo, Burdex pasó la información al siguiente soldado, quien a su vez hizo lo propio hasta que la noticia llegó hasta el sargento Potronus.
-Sargento, shhh, sargento…
-¿Qué quieres soldado? No tengo tiempo para atender tonterías de la tropa.
-Dicen que Gerardo ha estado haciendo el amor con Doña Genoveva y su ama de llaves, y que ahora duermen los tres exhaustos en el carruaje.
-¿Cómo? ¿Estas seguro de lo que dices soldado?
La información viene de Verdux mi sargento, dicen que lo ha visto todo.
-¿No es ese Verdux el que tiene fama de tramposo jugando a las cartas?
-A las cartas y a los dados, precisamente mi sargento.
-Soldado, toma el estandarte y ponte en mi lugar, debo a ir a comprobar la veracidad de esta noticia.
Dicho esto, el sargento Potronus entregó el estandarte, salió de la formación y cabalgó hacia la retaguardia hasta llegar al carruaje principal.
Espantado y receloso ante la posibilidad de que tal aberración se hubiese cometido, espoleó su caballo en dirección contraria a la comitiva hasta que llegó a la altura de la ventanilla donde dormitaba el responsable de su reciente debacle profesional. Efectivamente, el traidor Gerardo, que probablemente ni siquiera sospechaba el rencor que Potronus guardaba contra él en el fondo de su alma, había caído en los brazos de Morfeo, pero a diferencia de las noticias que recientemente le habían llegado a través de la soldadesca, y que parecían tener su origen en un ludópata aficionado al fraude en los juegos de azar, las otras dos ocupantes del carruaje no dormían a pierna suelta tras un supuesto lance amoroso, sino que parecían

discutir encendidamente sobre algún asunto de palacio. Al acercarse, Potronus había escuchado de boca de Doña Bernarda las siguientes palabras:
-Por supuesto que con los cerdos, mi señora.
Enigmáticas palabras las de la fiel sirvienta de Doña Genoveva, probablemente relacionadas con los quehaceres ganaderos del día a día del castillo.
Una vez comprobado que aquel cuento que había llegado hasta él no tenía nada que ver con la realidad, Potronus cabalgó vigorosamente hacia la vanguardia de la caravana, dispuesto a castigar al responsable del bulo, un tal Verdux, de profesión timador. Al llegar junto al soldado que le había proporcionado la información le dijo:
-Soldado, sal de inmediato de la formación y trae ante mí inmediatamente al soldado Verdux, el responsable de esta falacia.
Al momento el aludido rompió la formación y partió a cumplir la orden que su superior le acababa de encomendar. Al llegar a la altura de Verdux, con gesto de preocupación se dirigió a él.
-Verdux, por orden del sargento Potronus debes acompañarme a su presencia.
-¿Sargento? ¿Llamas sargento a nuestro capitán de la guardia? respondió éste.
-Le han degradado por culpa de Gerardo. Pero eso es otra historia, sal de la formación y acompáñame al punto.
Verdux miró incrédulo a su camarada Tácitus, que asustado miraba hacia otro lado desentendiéndose la situación.
-He dicho al punto Verdux, si haces enfadar al sargento pagaremos cara nuestra tardanza.
Obedeciendo la orden del emisario, el soldado Verdux espoleó su montura y se dirigió a ponerse a las órdenes de su superior. Al llegar situó su caballo junto a Potronus y marcialmente se dirigió a él.
-Salve al Rey mi Capitán.
-Soy sargento, no capitán. Al menos por ahora, soldado, y ese es el tratamiento con el que te dirigirás a mí de aquí en adelante.
Inclinando levemente la cabeza, el soldado Verdux acató la orden.
-Así que tú eres Verdux, el famoso estafador.
Sorprendido por la acusación del sargento, Verdux replicó. -Soy Verdux mi sargento, pero no soy un estafador. Las malas lenguas de nuestra unidad hablan de mí con semejante desprecio, pero debo decir que solamente soy un hombre con suerte en el juego, no así en amores, ya que mi amada Rugalda me abandonó no ha mucho por un afortunado vendedor de calzado y que…
-¡Basta ya Verdux! Clamó el sargento Potronus. ¿Acaso crees que me interesa la vida sentimental de un vulgar jugador de dados cuya reputación está más sucia que las herraduras de mi caballo? Responderás a mis preguntas inmediatamente, y si te descubro intentando mentir acabarás tus días limpiando establos ¿Lo entiendes soldado?
-Sí, mi sargento, respondió el pobre Verdux abrumado por las acusaciones generales que estaba sufriendo desde hacía varios minutos.
-Quiero saber por qué motivo has vertido falsas acusaciones sobre Doña Genoveva, su ama de llaves y el soldado Gerardo, que las acompaña a modo de escolta.
-La noticia me llegó de boca de Tácitus y…
-¿Cómo? ¿Te atreves a acusar a un noble compañero de tus patrañas? No me extraña que arrastres la fama de mentiroso que te adjudican soldado, eres un ser despreciable. De cualquier modo tengo un encargo para ti, Verdux. Necesito a alguien de tu calaña para colaborar conmigo en cierta misión importante. ¿Qué me dices Verdux? ¿Serás capaz de hacer algo por el ejército por una vez en tu vida?
-Por supuesto mi sargento. ¿Qué debo hacer?
-En pocas horas llegaremos a Felons. Nos alojaremos allí durante un tiempo, aún por determinar. Tu misión será acercarte a Gerardo con la mayor discreción posible e intimar con él. Quiero que seas su mejor amigo, Verdux, su sombra.
¿Lo has entendido?
-Sí, mi sargento, respondió Verdux sin entender en qué momento había tenido la genial idea de hacer caso al maldito Tácitus y pasar aquella noticia entre sus compañeros.
-Bien, ahora vuelve a tu puesto y no hables de esto con nadie.
Yo me pondré en contacto contigo.
De pronto, el sonido de una trompeta que avisaba la proximidad de intrusos hizo ponerse en alerta a la guardia que custodiaba la caravana. Uno de los soldados que formaba el cuerpo de vigilancia se acercó a Potronus y Verdux, que no habían tenido tiempo de separarse tras su amigable charla.
-¿Qué ocurre soldado? Dijo el sargento
-Cuatro jinetes se acercan a nosotros mi capitán.
-¡Ahora soy sargento, maldita sea! ¿Debo gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo se entere? dime ¿Qué aspecto tienen esos jinetes?
-Son dos hombres de gran envergadura que cabalgan sobre sendos caballos negros, mi sargento. Con ellos va un joven fraile y otro muchacho que parece ser el amigo de nuestra señora, el duque de Tolondra.
-Está bien soldado, reúne a una decena de hombres y salgamos a su encuentro. Respecto a ti Verdux, acude al carruaje de Doña Genoveva e informa de que varios jinetes se aproximan, y para tranquilizarla dila que su amigo el duque de Tolondra está entre ellos. Cuando lo hagas, ven directamente conmigo, de aquí en adelante estarás a mi servicio.
Obedeciendo la orden al instante, Verdux, la nueva mano derecha del recién degradado sargento Potronus dio la vuelta en dirección al carruaje de su ama y señora. Al llegar a él se dirigió al soldado que lo conducía y marcialmente le dijo:
-Tengo un mensaje urgente de parte del sargento Potronus para Doña Genoveva. Avísala de que retire la cortina de su ventana, pues debo dirigirme a ella.
-¿No eres tú Verdux? ¿el famoso jugador de dados? respondió el aludido.
-Veo que durante el día de hoy mi fama me precede, dijo Verdux no sin cierto disgusto. –Yo soy, efectivamente, zafio patán, pero no he venido aquí a hablar de juegos de azar sino a cumplir una misión. Obedece al punto.
El conductor de la carreta hizo una mueca de disgusto ante la actitud soberbia de aquel soldaducho venido a más y girándose a su espalda gritó:
-¡Mi señora, un emisario solicita veros a través de la ventana!
-¡Dile pues que se acerque! Respondió la dulce voz de la condesa desde el interior.
Al oírlo, Verdux se acercó y puso su caballo al trote junto a la ventana del carromato. La ventanilla interior fue retirada por la delicada mano de Doña Genoveva, que se dirigió a él con exquisita cortesía.
-Dime, valiente soldado, ¿qué nuevas me traes?
-El sargento Potronus me envía a informaros de que varios jinetes se acercan, mi señora. Debo decir además para vuestra tranquilidad que vuestro amigo Sigmundo, duque de Tolondra, se encuentra entre ellos.
Mientras Verdux comunicaba a la condesa lo que se le había ordenado, miró de reojo al soldado Gerardo, que acobardado y encogido en una esquina del interior, daba la impresión de estar pasando un mal rato. Nada que ver desde luego con la información que había corrido de boca en boca esa misma mañana.
-¡Sigmundo! - exclamó Doña Genoveva exultante de alegría. Decid al sargento que detenga la comitiva y lo traiga hasta mí, ardo en deseos de disfrutar de su galante presencia.
Acto seguido se dirigió a Gerardo, por quien había perdido interés desde su evasiva respuesta en las cocinas y le espetó de mala gana.
-Soldado, no te necesitaré, al menos por un tiempo. Sube al caballo de tu compañero y acompaña al grupo durante la visita del duque. Eso sí, no olvides nada de lo que hemos hablado y vuelve inmediatamente cuando se te ordene.
De esta manera, Gerardo vio un rayo de luz que se filtraba entre los barrotes de su nueva e inesperada prisión y no desaprovechó la oportunidad de distraerse durante un rato con sus ex camaradas. Abrió la puerta del carruaje, y haciendo gala de un exquisito entrenamiento hípico saltó sobre el caballo del soldado Verdux, soldado por cierto al que no conocía directamente sino por referencias. Ambos partieron al trote hacia la punta de lanza de la comitiva.
Por su parte, el sargento Potronus había llegado a la altura de los visitantes y estaba a punto de reunirse con ellos a una distancia prudencial de la caravana por razones de seguridad. El cuarteto lo componían, tal y como lo había anunciado el vigía, dos hombres de elevada estatura montados sobre sendos caballos negros, y cuyos faldones estaban engalanados por dos margaritas bordadas sobre un precioso manto de color lila, un joven fraile con más aspecto de labriego que de otra cosa, y del duque de Tolondra, un hombre al que conocía bien y que siempre le había tratado con exquisita deferencia.
Sigmundo, que conocía al sargento a causa de sus muchas visitas nocturnas a las dependencias de Doña Genoveva, sonrió al verle y fue el primero en hablar.
-Querido capitán Potronus, que alegría volver a veros.
-Don Sigmundo, repondió éste. Yo también celebro este reencuentro, más debo rogaros que de aquí en adelante os dirijáis a mi con mi nueva con mi nueva condición militar.
-Os han nombrado comandante en jefe Potronus, lo merecéis desde luego.
-Ojalá ese fuera el caso mi señor, pero mi nueva condición es la de sargento.
-¿Sargento? - dijo el duque visiblemente disgustado. –Si bien no es el momento de tratar este asunto, ya que debo presentaros a mis acompañantes, os ruego que me reservéis esta noche un ápice de vuestro tiempo para explicarme lo ocurrido.
-Así lo haré mi señor. Ahora debo preguntaros por la identidad de vuestros acompañantes y el motivo de vuestra visita, así como solicitaros acudir al carruaje de mi señora, a petición suya, por supuesto.
-Esa explicación se la daremos gustosamente a vuestra señora sargento, dijo amablemente uno de los hombres mayores que parecían dirigir la expedición. Anunciad a Sir Icwick y Sir Einar, ella sabrá qué hacer.
El sargento Potronus ordenó detener la caravana y partió al galope junto al duque a dar el aviso a Doña Genoveva. Casualmente, cuando cruzó frente al grupo de soldados del que formaba parte no pudo evitar ver a Verdux y Gerardo montados sobre el mismo caballo entre las risas del resto de sus compañeros. –Bien hecho Verdux - pensó.
El rostro de Doña Genoveva se iluminó cuando el bello duque de Tolondra apareció junto a su ventana. Qué sonrisa la suya, qué juventud impetuosa destilaba por sus poros, era un hombre irresistible y desde luego, estaba enamorado perdidamente de ella.
-Sigmundo, la alegría me embarga al volver a veros, dijo la condesa exhibiendo su mejor sonrisa.
-Oh, mi amada. Ardía en deseos de tener este reencuentro pese al poco tiempo que ha pasado, aunque vuestra ausencia me ha parecido una eternidad.
Doña Genoveva, a quien los colores le habían subido al rostro y que empezaba a sofocarse ante la presencia de uno de sus amantes preferidos, hizo ademán de bajar del carruaje, a lo que Sigmundo, haciendo gala de una preparación física y agilidad impresionantes, respondió saltando del caballo, agachándose y cruzando los dedos de sus manos para usarlos como escalera y así facilitar el descenso de su amada.
Tras posar sus delicados pies sobre las nobles manos de Sigmundo, doña Genoveva lo tomó por la barbilla con uno de sus finos dedos y le obligó a levantarse sin dejar de mirarle a los ojos. Desgraciadamente, la enamorada condesa no tuvo tiempo a hacer nada más, ya que Potronus, interrumpiendo la tierna escena dijo:
-Doña Genoveva, los visitantes solicitan audiencia.











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