Capítulo 7

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En el condado de Brumoise se ultimaban los preparativos para el viaje a los dominios de Felons. Durante la semana, Doña Genoveva se había devanado los sesos en busca del escondrijo más conveniente para trasladar el dedal. El trayecto era corto pero peligroso, de manera que lo más conveniente era dejar en el castillo una guardia suficiente para su correcto cuidado y protección, y llevar con ella el grueso de su pequeño ejército. Decenas de hombres protegerían la Santa reliquia y a ella misma junto con su servicio personal. El problema era dónde y cómo trasladarlo.
Observaba al gentío organizar la comitiva desde su atalaya preferida, aquella angosta tronera desde donde había visto partir al gentil duque de Tolondra sumida en sus pensamientos, cuando reparó en una aislada discusión entre uno de sus oficiales y un soldado. El oficial parecía regañar a su subordinado, mientras éste, con la cabeza gacha, negaba constantemente con la cabeza. Aquello era intolerable, semejante situación delante de los demás soldados representaba una falta de respeto a la cadena de mando militar que no podía permitirse. Doña Genoveva abandonó su privilegiada posición en la tronera y fue en busca de Bernarda, a quien encontró dormitando sobre unas mantas junto a la armería.
Dando un puntapié en las rollizas nalgas de su fiel dama de compañía, la duquesa exclamó:
-¡Bernarda! Válgame el cielo. ¿Has vuelto a beber?
Sobresaltada por el golpe, Doña Bernarda se puso en pie como buenamente pudo. Por su aspecto, efectivamente, había vuelto a beber.
-Querida niña, respondió con amplia sonrisa y perdida mirada. -¿Qué puedo hacer por vos?
-Lo que puedes hacer por mi es, para empezar, abandonar tu afición por la bebida en horas de trabajo Bernarda. Necesito inmediatamente de tu servicio y a duras penas puedes siquiera mantenerte en pie.
-Ohhh, la pequeñita de la casa está de mal humor, respondió la sirvienta completamente incapaz de mantener las formas.
La sangre se volvió a agolpar en el rostro de Doña Genoveva, que manteniendo a raya su furia palaciega abandonó a aquella sirvienta beoda y se dirigió personalmente a aclarar el asunto de los soldados, no sin antes advertir amenazante:
-Bernarda, si crees que esto va a terminar aquí estás muy equivocada, te espera un largo y duro viaje hasta Felons, advertida estás.
Al momento bajó al patio de armas, donde los dos hombres seguían enzarzados en una discusión que atraía cada vez a más curiosos. Curiosos que al verla, como es natural, se retiraron, dejando a Doña Genoveva frente a ellos.
-¿Qué es lo que está ocurriendo aquí si puede saberse?, exclamó la duquesa.
Al ver a “la enana” en persona dirigiéndose a ellos, los militares sintieron cómo un escalofrío les recorría el cuerpo y se inclinaron respetuosamente ante ella.
-Es imperdonable que un oficial de Brumoise se enzarce en una discusión con un simple soldado en presencia de todos los demás, por Dios. Es una llamada pública a la insubordinación. ¿Qué tenéis que decir, oficial?
-Este soldado se niega a formar parte de la comitiva que os protegerá durante el viaje al ducado de Felons, duquesa. Estoy haciéndole ver su obligación de acatar las órdenes de un superior y él se sigue negando sin dar explicaciones sobre su proceder.
-¿Cuál es vuestro nombre y grado, oficial?
-Capitán Potronus, Doña Genoveva.
-Os recuerdo. ¿Acaso no sois vos el italiano que ascendió a capitán en medio de un escándalo acerca del secuestro de una bandada de gansos?
-Vuestro padre perdonó mi falta y reconoció mi valor, Doña Genoveva, respondió Potronus.
-Mi padre era un gran hombre, pero demasiado blando para dirigir un ejército, capitán. Yo no hubiese tolerado el maltrato al que sometisteis a esas pobres aves encerrándolas en la jaula de los gatos. Desde este momento quedáis degradado a sargento. Fuera de mi vista inmediatamente.
El capitán Potronus se retiró con desgana, lanzando a la condesa una mirada que hubiese hecho temblar al mismísimo diablo.
-Y tú, soldado. En este momento te estás jugando la vida.
¿Cuál es el motivo por el que te niegas a protegerme?
-No puedo decirlo aquí, Doña Genoveva.

¿Cómo dices? ¿Te niegas a responder a tu señora? ¿Qué es eso tan importante que oculta una piltrafa como tú para atreverte a contrariarme?
-Es por Doña Cristarda, respondió el soldado en voz baja.
-¿Mi hermana?
-Si, condesa.
-¿Qué tienes tú con mi hermana, pobre desgraciado?
-No soy yo condesa, es ella. Con vuestro permiso, tal y como he solicitado al capitán, perdón, al sargento, preferiría quedarme en el castillo y cumplir con mi deber sin salir de Brumoise.
-Acompañadme a las cocinas, dijo Doña Genoveva intuyendo lo que ocurría.
-¿A las cocinas? Respondió el soldado.- ¿Y no podría ser a otra dependencia?
-Irás donde yo te ordene, respondió Doña Genoveva imperativamente a la vez que le guiñaba un ojo.
El soldado Gerardo, pues de él se trataba, siguió cabizbajo a su señora, temiendo por que la agobiante situación que había vivido anteriormente con Doña Cristarda se repitiera. En este caso el tamaño de su acompañante era muy inferior al de su hermana, no obstante, ello no daba ninguna garantía sobre la seguridad de su honra. Llegados a las cocinas se repitió el peor escenario posible, con la salvedad de que en esta ocasión Doña Genoveva utilizó un taburete para encaramarse a la enharinada mesa donde se amasaba el pan. Una vez sentada en ella, la condesa se dirigió al pobre Gerardo.
-No tengas miedo soldado, le dijo suavemente. - ¿Cuál es tu nombre?
-Mi nombre es Gerardo, Doña Genoveva.
-Apuesto a que Doña Cristarda te llevó a estas dependencias y se situó de la misma manera que yo lo hago ¿cierto Gerardo?
-Prefiero no hablar sobre ello, Doña Genoveva, al fin y al cabo soy un simple soldado y no quiero meterme en problemas.
-Un pobre soldado no hubiese atraído de esa manera a mi adúltera hermana Gerardo, ha visto algo en ti que yo aún no consigo ver. Eres feo, patizambo, y te huele el aliento. Pero esa desvergonzada no abusará impunemente de un integrante de mi ejército. ¿Sabes por qué Gerardo?
-No lo sé mi señora, dijo Gerardo retrocediendo.
-Porque para el caso abusaré yo misma. Acércate Gerardo.
Rendido a la evidencia de su enorme atractivo para las integrantes de la familia Brumoise, Gerardo se abandonó a su suerte. No quería volver a la granja de patatas que regentaba su hermano mayor, si había que pasar el mal trago con una condesa minúscula lo haría, al fin y al cabo nadie se iba a enterar.
En el mismo momento en que Doña Genoveva alargaba sus brazos para acoger al muchacho que tanto atraía a su hermana, un escándalo producido por el sonido de montones de recipientes metálicos que caían al suelo desde una de las alacenas interrumpió la tensa escena, para alivio de Gerardo y enojo de Doña Genoveva.
De entre una montaña de tazas, jarras y utensilios de cocina surgió la cabeza de Doña Bernarda, cuyo aspecto desaliñado evidenciaba que aún no había recuperado sus facultades físicas y mentales.
Alzó la cabeza desde el lugar donde se encontraba rodeada de objetos metálicos, y al observar la situación en la que se había inmiscuido involuntariamente no pudo menos que dirigirse a Doña Genoveva.
-Mis disculpas Señora, no era mi intención interrumpir una de vuestras bellas historias de amor. Buscaba un lugar para el dedal, pero ya veis, no consigo encontrarlo.

¡Bernarda! Exclamó furibunda la condesa. - ¡Osas nombrar la Santa reliquia en presencia de un vulgar soldado! ¡Me obligas a cortar su cabeza por saber lo que no debiera!
-Y eso sería una pena ¿verdad?, respondió jocosa la sirvienta.
-Yo no he oído nada, dijo Gerardo asustado.
-¡Silencio! agachaos inmediatamente y encontrad entre esta montaña de cacharros el dedal, ordenó la condesa.
Al instante Gerardo se agachó sin saber exactamente lo que buscaba y comenzó a remover todos los objetos que habían caído al suelo.
-No os preocupéis joven conquistador, dijo Bernarda mostrando el dedal asido con una de sus manos.- No hay nada que buscar pues nada se ha perdido.
-Gerardo, dijo Doña Genoveva. -Nos acompañarás a Bernarda y a mí en el viaje a Felons, y ya que para tu desgracia has sabido de la presencia en nuestro condado del dedal de Santa Poularda, lo defenderás con tu vida hasta nuestro regreso. De otro modo te entregaré al ahora sargento Potronus, quien estoy segura de que estará encantado de decapitarte. ¿Lo has entendido?
Os defenderé a vos y al dedal con mi propia vida, respondió Gerardo, ya sin opciones de fuga.

El dedal de Santa Poularda Donde viven las historias. Descúbrelo ahora