Capítulo 6

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Despertad, dijo una profunda voz en la oscuridad de la cochambrosa habitación.
Sigmundo, duque de Tolondra, dio tal respingo al escuchar aquellas palabras que le despertaban de su sueño, que cayó al suelo pringoso del cuartucho donde había pasado la noche.
-¿Quién sois? Preguntó asustado sin poder ver nada ni a nadie en la oscuridad.
En uno de los extremos del maloliente habitáculo una lámpara de aceite se encendió, mostrando con su tenue luz la mano que la encendía. El duque de se alejó instintivamente con los nervios aún más crispados, temeroso de que hubiese más de un intruso oculto en la penumbra.
Conforme sus ojos se acostumbraron a la poca luz reinante pudo reconocer al misterioso hombre de la taberna, el del extraño mensaje, el mismo que había huido a caballo la noche anterior. Según Fabián se trataba de un caballero, pero su miedo le decía otra cosa.
-¿Acaso venís a matarme? Dijo Sigmundo con voz trémula.
-No, respondió el extraño.
-Debéis saber, caballero, que si sois el marido de Doña Mustarda y venís en busca de venganza os equivocáis de hombre. A riesgo de parecer descortés y con el respeto que debo a vuestra esposa, debo deciros que no ha ocurrido nada entre nosotros. No sé qué historia puede haberos contado, pero afirmo que yo fui el acosado, y no ella. Y afirmo también que gustoso hubiera hecho su espera más agradable con mis canciones y bailes regionales, de no ser porque a tan digna señora le faltan tres cuartas partes de la dentadura y padece de rugosidades y verrugas en su noble rostro, además de las ventosidades que expulsa constantemente, sin quererlo ella por supuesto. No quiero decir con esto que ella no sea una belleza en su entorno natural como es el condado de Terrons, famoso por la fealdad de sus gentes, solamente indico que no es mujer para mi. Así que con mi sinceridad espero haber calmado vuestra sed de venganza, noble caballero. Vuestra esposa sigue siendo un dechado de virtudes, no debéis preocuparos.
-¿Sabéis lo que hacemos con los amantes de nuestras mujeres en el país de donde provengo Señor duque?
-No lo sé Señor - respondió éste atemorizado - ¿De qué país provenís?
-Del norte, señor duque. Un país muy al norte, donde los inviernos duran casi todo el año, donde el sol se esconde de nuestro pueblo por miedo a ser degollado, y a donde Dios nuestro Señor llegó demasiado tarde para detener algunas de nuestras bárbaras costumbres.
Sigmundo tragó saliva.
-¿Sabéis pues lo que hacemos con ellos? Volvió a preguntar el extranjero.
-No lo sé, y no sé si quiero saberlo.
-Untamos los cuerpos desnudos de esos hombres con mantequilla cuando volvemos de la batalla. Les llevamos a los bosques, tan fríos que no crece ni la hierba. Los atamos a un árbol y ponemos a sus pies trozos de carne caliente. Cuando los primeros aullidos de las manadas de lobos empiezan a entonar su canción los abandonamos a su suerte. De esta manera todos aquellos que quedan en la aldea cuando vamos a la batalla se lo piensan dos veces antes de cortejar a la esposa de otro hombre. Desgraciadamente yo soy viudo señor duque, ya soy muy viejo y mi esposa falleció hace tanto tiempo que en mi aldea ni siquiera la recuerdan. Así que podéis estar tranquilo, no he venido a mataros.
Sigmundo estaba impresionado por la presencia de aquel hombre. Al levantarse mientras relataba la historia se había quitado la capucha que cubría su cabeza. Quedó al descubierto un hombre enorme, de cierta edad pero recio y fuerte. Una larga barba grisácea ocultaba parte de su cara, y dos largas trenzas recogían sus cabellos. Por su aspecto, efectivamente era uno de esos salvajes nórdicos de los que hablaban las leyendas. Aún tembloroso se atrevió a preguntar.
-¿Cuál es el motivo de vuestra visita Señor? ¿Y cómo sabéis mi nombre?
-Mi nombre es Sir Ickwick, Sigmundo. Por misteriosos designios que jamás llegaré a comprender he venido a buscarte para hacer de ti un hombre completo, y no la piltrafa que eres ahora.
Indignado por el agravio el duque respondió airado.
-No os atreváis a insultarme Sir Ickwick, y tratadme con respeto, no os he autorizado a tutearme.
El hombre comenzó a levantarse lentamente a la luz de la lámpara, descubriendo, para horror del duque, una gigante figura que hizo a Sigmundo arrepentirse de lo que acababa de decir.
-Dejaré de tutearte, Picaflor, cuando te ganes mi respeto - dijo el hombre acercándose cada vez más. -Ahora vístete y baja a la taberna, Gunilda tiene una mesa preparada para nosotros.
Acto seguido, el Señor de Ickwick abandonó la estancia dejando al duque tembloroso y confundido.
Pocos minutos después, el involuntario aprendiz y novicio se presentaba en la planta baja de la taberna dispuesto a quitarse de encima a aquel hombre. Lo encontró sentado a la misma mesa en la que le había observado la noche anterior. Parecía disfrutar de su desayuno, ya que no levantaba la mirada del jugoso y humeante plato de codornices estofadas que devoraba abiertamente.
-Os deseo buen provecho Sir Icwick, veo que pese a vuestra avanzada edad tenéis un apetito envidiable. No obstante, vengo a deciros que a riesgo de que me degolléis como a una de esas aves que tenéis en vuestro plato, he decidido declinar vuestro ofrecimiento. Me ha encantado conoceros, buenos días.
Dicho esto, Sigmundo dio media vuelta con la intención de abandonar la taberna y al siniestro personaje que había invadido su intimidad, cuando escuchó tras él la voz del caballero.
-¿Sabe Doña Genoveva de Brumoise que cortejáis a su hermana Doña Cristarda, Picaflor?
El duque frenó en seco su camino hacia la salida. -¿Qué sabe este hombre? - pensó mientras volvía sobre sus pasos.
-¿Qué tenéis que decir sobre Doña Genoveva? respondió con voz temerosa.
-Oh, lo mismo que vos Picaflor. Sé que Doña Cristarda y vos os habéis visto a solas en varias ocasiones y que sois un juguete en sus cariñosas manos. También sé que su hermana, Doña Genoveva, acostumbra a hervir a sus amantes infieles en aceite de oliva. Pero no os quedéis de pie, Picaflor, sentaos y comed algo. No querréis dejar a un pobre viejo desayunando solo ¿verdad?
La mirada penetrante de Sir Icwick fue suficiente para que el duque tomara asiento sin rechistar.
-Está bien. Iré con vos. Pero os ruego que en el futuro os refiráis a mí como Sigmundo. Picaflor es un apelativo ofensivo que Dios sabe qué tipo de rufián me adjudicó.
-Así lo haré... Sigmundo. Pero debéis reconocer que vuestras andanzas con las mujeres cual abeja polinizando los campos os han hecho acreedor a semejante nombre.
Fabián dejó sobre la mesa una jarra de vino y un plato de coliflor hervida delante del duque y se retiró.
-¿Cómo? Esto es una ignominia, protestó éste. - No pienso probar esta comida de campesinos. Además vos os estáis deleitando con un exquisito estofado de codornices al romero.
Exijo un trato equivalente. ¡Fabián! ¡Ven inmediatamente! gritó.
Al momento, el tabernero se acercó a la mesa.
-¿Qué se os ofrece Don Sigmundo?
-Creo que has olvidado a quién estás sirviendo la mesa, Fabián. Retira inmediatamente esta porquería de la mesa y tráeme un plato como el del caballero.
Fabián miró a Ickwick sin decir palabra.
-He dicho que lo retires pardiez ¿es que no me oyes?
-Señor duque, dijo Ickwick. –De aquí en adelante seré yo quien diga qué y qué no comeréis. ¿Queréis comer lo mismo que como yo? Pues bien, deberéis estar a la altura que yo os exija. Hasta entonces considero que las coliflores son adecuadas a vuestra educación y aptitudes. Comed rápidamente ya que no tenemos tiempo que perder.
- ¿Y a qué lugar me vais a llevar? No me habéis dado ninguna explicación.
-Podéis estar tranquilo. La misión para la cual os reclamo no nos llevará lejos de estas tierras. De hecho vais a encontraros entre caras conocidas. Ahora comeos las coliflores y preparad vuestra montura. No hay tiempo que perder.









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