Volví al día siguiente a la oficina, muriéndome del susto. Entré más temprano que de costumbre, guardando la esperanza de que él no hubiese llegado. Me dirigí a mi puesto, solté mi bolsa y encendí mi computadora, pero no más fue que yo llegara para que la secretaria de dirección se me acerca a decirme que me esperaban en gerencia. ¡Dios!
Como pude caminé hasta la puerta de la dirección y tras cruzarla, me esperaba él, inexpresivo y hermoso como siempre, sentado en su escritorio. Yo nunca había entrado ahí. Era una oficina amplia, iluminada, paredes blancas, con un escritorio en cristal, una biblioteca pequeña detrás suyo y un sofá gris, amplio y aparentemente muy cómodo, con una mesa de centro en cristal, justo a la izquierda del área de su escritorio. En ese sofá, estaba sentada su esposa, Analía. Me sentía en un tribunal, literalmente.
—Toma asiento, Daniela —me dijo Steven muy serio. Eso fue un golpe duro, ni siquiera me llamó por mi verdadero nombre, o el nombre que yo le había dado. Quería llorar, quería gritar. No podía decir ni hacer nada. Solo me senté, agaché la cabeza y puse mis manos temblorosas sobre mis piernas.
Su esposa se levantó del sofá, caminó hacía la salida, con su estilo de siempre y aseguró la puerta.
—Mira que somos gente con mucha suerte —dijo ella. —Te hemos tenido tan cerca que no nos habíamos dado cuenta —añadió. ¿Cerca? ¿De qué me hablaba? Steven no dejó de mirarme buscando conectar con mis ojos.
—¿Sabes?, te admiro mucho, pequeña. Has conseguido tus estudios, has salido adelante y hoy tienes un buen trabajo, a pesar de la suerte que tuviste y el oficio extracurricular que ejerces. Un oficio que nos ha convenido a todos, y mucho —comentó Analía.
Evidentemente no entendía de qué me hablaba. A mi edad, no me daba la cabeza para pensar más.
—Fuiste elegida meticulosamente entre todo el catálogo de Graciela, la jefe de Rubí, tu amiga. Ella fue quien nos habló de ti. Eres increíblemente perfecta, con tus curvas exactas, tu mirada tierna, tu piel morena, ese pircing en tu nariz y el culo que te gastas, pequeña. ¡Eres grandiosa! —dijo mientras se movía de un lado a otro detrás de mí.
—No entiendo nada —dije con voz entrecortada, mirando a Steven. Él, contrario a lo que yo creería, solo sonreía. No se veía para nada molesto.
—Ha sido una sorpresa para ambos encontrarnos contigo en la mañana de ayer. Supimos que te fuiste porque no te sentías bien. Discúlpanos. Y, por cierto, te queda perfecto el reloj que te mandé —apuntó Analía.
Eso no era normal. Ella estaba al tanto de todo. Todo este tiempo creí que él la engañaba. Mi cara de incredulidad y asombro decía todo. Respiré profundo y tomé valor.
—¿Me quieren explicar qué está pasando? —indagué.
—Aunque no estás en condiciones de exigir, te contaré: nuestro matrimonio no andaba bien —comentó Analía mientras caminaba por la oficina bajando todas las persianas que daban, una hacia la calle, y la otra hacia los cubículos. —Decidimos darle un aire interesante y admito que ha funcionado de maravillas. Has hecho que nos sintamos vivos, algo que necesitábamos. Contactamos a Graciela, Rubí nos mostró el catálogo y nos habló de ti. Te elegimos a ti, por ser tal como a ambos nos gusta —añadió. El asunto empezó a tornarse muy raro.
En ese momento, Steven, sin dejar de mirarme, se levantó de su puesto y se puso detrás de mí. Analía volvió al Sofá.
—Ponte de pie —me ordenó Steven en voz muy baja. Yo obedecí. No supe por qué, pero obedecí. Apartó la silla donde yo estaba sentada y me rodeó muy cerca de mí. Su respiración cálida empezaba a agitarse y la mía parecía adaptarse a la de él.
—¡Eres perfecta! —Me susurró muy cerca de oído. Una corriente me recurrió la espalda y por muy extraño que parezca, empecé a sentirme excitada. Analía no pronunciaba palabra, y la verdad, ya me importaba poco si ella estaba o no ahí. Al fin y al cabo, sabía todo.
Steven me giró hacía él, me tomó por la cintura, me alzó y me sentó en su escritorio de cristal. Se lanzó a besarme con pasión y yo respondí al beso con la misma intensidad. Mi nivel de excitación era de locos. Sus manos me subieron la falda verde olivo del uniforme, a la altura de mi abdomen, y hábilmente me retiró mi ropa interior de Hello Kitty que traía puesta ese día. Lo último que pensaba era en que alguien la vería.
Él se arrodilló delante de mí y empezó a besar mi sexo. Su lengua dibujaba círculos en mi clítoris e interrumpía para mordisquear la cara interna de mis muslos. De repente paró del todo, se puso de pie, soltó el botón de su pantalón de lino que no llevaba cinturón, y su deseo convertido en erección quedó al descubierto, listo para entrar en mí. Con su mano derecha tomó la parte de atrás de mi cuello y entró lentamente en mí. Su mirada era el infierno. Mi jadeó fue muy fuerte. Con su mano izquierda entonces me tapó la boca, y continuó empujándose dentro de mí, combinando ternura y firmeza como siempre; una y otra vez. ¡Qué delicia!
Mis caderas respondían a sus movimientos balanceándose hacia adelante y hacia atrás para no perderme ni un centímetro de él. Nuestros cuerpos danzaron con pasión por unos minutos hasta que, entre beso y beso, se corrió dentro de mí, mi abdomen se contrajo tan fuerte como pudo y al mismo tiempo solté todo. Él jadeó muy despacio y con él jadeó Analía desde el sofá, muy despacio también. Con ese sonido, recordé que su esposa estaba ahí, viéndonos todo el tiempo.
—Tan perfecta como siempre —dijo Analía con voz agitada mientras continuaba tocando su sexo. Había subido su vestido lo suficiente como para tener fácil acceso a su entre pierna. Esa imagen me hizo volver en sí. Empujé a Steven, que aún seguía dentro de mí, tomé mi ropa interior, me la puse, me miré en su espejo, sin decir nada, traté de acomodarme el uniforme y el cabello y salí de la oficina como alma que lleva el diablo. Mis mejillas estaban ruborizadas y me sexo escurría la evidencia de lo que había sucedido. Pasé por mi cubículo, tomé mi bolsa y salí de las oficinas. Bajé al primer piso y entré al baño del lobby, me senté en el sanitario para limpiarme mejor y ahí empecé a cuestionarme: ¿Qué acababa de pasar? ¿Por qué me dejé llevar de él? ¡Qué bizarro con su mujer ahí! ¡No quería volver a verles!
Llamé a Rubí al instante, pero no me contestó. Apagué mi teléfono y tomé un taxi.
Al llegar a casa, mamá no estaba. Entré a la habitación, me tiré en mi cama y empecé a llorar, preguntándome por qué me había pasado esto, por qué mis deseos me traicionaron y me pusieron en la situación más incómoda que había vivido hasta ese día. Eran muchos porqués, mucho por procesar.
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Dama De Compañía
RomanceYulieth, de 19 años, estudiante en prácticas de su carrera como Asistente Administrativa, en su oficio extracurricular como dama de compañía, se enfrenta a una situación con la que jamás pensó lidiar, pero que, además, le despierta deseo que con los...