Prólogo Parte 5

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24 de abril

Nayra corría con su padre detrás de ella. Llevaba semanas sin pisar su playa particular. Sin ver a D.J. En esas semanas, su rendimiento había vuelto a bajar. No entendía las cosas, le costaba comprenderlas y con ello, llegaban los enfados, gritos y golpes de su padre. Sin embargo, eso, en cierto modo, ya le daba igual. Echaba de menos a su amigo.

Corrió por la acera y antes de llegar a la playa, se desvió por el camino de la derecha, entrando en la calle donde sabía que él vivía. El día que ella le dio las indicaciones de su hogar, él le señaló su casa que se veía desde la arena.

Siguió corriendo hasta que se detuvo de golpe. Una de las casas estaba ardiendo. El fuego la cubría por completo y los bomberos intentaban, sin demasiado éxito, apagarlo.

La niña empezó a llorar al contar que era la octava casa: la de D.J. Gritó y reanudó la carrera. ¡Tenía que salvarle! Pero el cordón policial que había a bastante distancia hizo que se volviera a detener.

—¿Hay alguien dentro? —oyó que preguntaba un policía a un bombero.

—Sí. Los vecinos nos han informado de que en la casa viven una madre junto con su hijo, pero el fuego está muy extendido y es imposible entrar. Hemos oído gritos y estos han cesado hace unos minutos. No hemos podido hacer nada.

Nayra no se lo podía creer. Escuchó de nuevo a su padre llamándola, pero su voz había pasado de un tono enfadado a preocupado por estar cerca de aquel incendio. Ella no lo pensó. Pasó por debajo del cordón y empezó a correr hacia la casa. ¡No podía abandonar a D.J.!

—¡¡Nayra!! —siguió escuchando a su padre.

Ni los bomberos ni los policías la vieron, ya que estaban ocupados intentando mantener el control del incendio y de la gente que había salido de sus casas para ver qué ocurría.

Se quedó a pocos metros de la puerta y gritó cuando oyó como algo por dentro se derrumbaba produciendo un gran estruendo. Los bomberos se percataron de su presencia y corrieron hacia ella cuando la niña se quedó a pocos centímetros del fuego. Vieron como, por culpa del viento, unas llamas le rozaban la piel del brazo y, antes de que ellos llegaran, un hombre la cogió por la cintura para elevarla y apartarla de allí. Escolaron a ambos hasta una zona segura.

—¡¡No, no, no!! —siguió gritando—. ¡¡¡D.J., NOOO!!!

Nayra empezó a llorar y su rostro adquirió una tonalidad roja. No paraba de patalear y revolverse entre los brazos de su padre para que la soltara, por lo que George la sujetó con más fuerza mientras se alejaban de allí. La voz de la niña comenzaba a resentirse y su garganta a dolerle, pero le dio igual. Quería que su amigo le escuchara y saliera de allí. Que se salvara. Sin embargo, nadie salió de esa casa rodeada de calientes y dañinas llamas.

Su padre, al ver a su hija en ese estado, solo se le ocurrió abrazarla. Se fijó en el interior de su antebrazo izquierdo y vio que tenía una quemadura. Parecía una herida preocupante y debía dolerle mucho, aunque sus grandes lágrimas parecían no caer por ese dolor, sino por otro mucho más profundo: el amigo de su hija, el niño que la ayudó con el colegio y al que él trató como si fuera una basura, había muerto carbonizado.

Los sanitarios se acercaron y rápidamente atendieron a la pequeña. Su padre no se separó de ella e intentó calmarla todo lo posible con pequeños gestos, como acariciándole el pelo o dándole besos en la sien mientras le susurraba una disculpa sincera. Nayra estaba en shock. Seguía llorando y su mirada estaba completamente ida mientras los sanitarios le vendaban el brazo antes de llevarla al hospital. Apenas reaccionaba a cualquier estímulo, ni siquiera al dolor que debía sentir por culpa de la quemadura.

Fue una larga noche, donde apenas había dormido por culpa de unas horribles pesadillas en las que veía como D.J. moría. Sus padres y su hermana no se habían separado de ella y, cuando finalmente cayó en un sueño profundo, George le contó al resto de su familia lo ocurrido esos últimos meses. Su mujer se enfadó con él por no darle a ese chiquillo una oportunidad si era el responsable de la notable mejora de Nayra. Theresa, por su parte, le gritó todo lo que había callado durante mucho tiempo. Le recriminó lo mal que trataba a Nayra y las malas consecuencias que eso le estaba trayendo y le echó en cara que su estúpido método de ser duro, no funcionaba. Lo que de verdad lo había hecho había sido la amabilidad y paciencia de un niño que había muerto. George sintió vergüenza de sí mismo y sabía que debía intentar arreglar todo el daño que le había hecho a su hija pequeña.

Al día siguiente, todos los periódicos y canales hablaban de ese incendio, en el cual, los forenses habían declarado que no podían identificar a quién pertenecían los restos humanos encontrados, pero sí averiguaron que había huesos de una mujer de entre 20 y 30 años y unos dientes de leche.

George se arrepentía profundamente de todo lo que sucedió: de haber despreciado a aquel pobre niño y de haber apartado a Nayra de él. ¿Qué había hecho? Solo eran unos niños. Su hija había dejado de hablarle y cuando lo hacía, solo lloraba y le gritaba que era culpa suya, que D.J. jamás le gritaba ni se enfadaba con ella cuando le enseñaba, que con él era feliz.

Sus palabras le hicieron efecto, y, aunque durante los próximos meses intentó ser comprensivo, paciente y el mejor padre del mundo, Nayra no le perdonaba y seguía sin apenas dirigirle la palabra. Lo había arruinado todo y se sentía fatal. Estaba perdiendo a su hija a la temprana edad de siete años y eso le dolía como si le clavaran mil puñales en el corazón.

En Hocklast, todo parecía volver a la normalidad, como si D.J. jamás hubiera existido, pero en el corazón de una niña, siempre habría un hueco para él.

26 de noviembre

Nayra volvió a pisar la playa. Ese día tenía que acudir a ella, pues se cumplía un año desde que le conoció. Nadie parecía acordarse de él. Era como si nunca hubiera existido. Ni siquiera sabía si alguien se había molestado en enterrarle a él y a su madre, pero ella quería que, desde donde estuviera, supiera que no le olvidaba y que siempre estaría dentro de ella.

Su padre no sabía que estaba allí. Tenía solo una hora para estar en la playa, hasta que su hermana saliera de su entrenamiento de natación. Se acercó hacia las hierbas, las cuales, fueron testigo del inicio de su amistad y arrancó algunas de ellas. No era un ramo bonito, pero a D.J. le gustarían porque para ambos, esos yerbajos eran especiales. Caminó hasta colocarse debajo del muelle de madera construido sobre el mar y se metió en el agua hasta las rodillas.

—Yo no te olvido y nunca, nunca, nunca, lo haré. Te lo prometo —juró antes de dejar caer las hierbas para que el mar se las llevara—. Algún día, volveremos a encontrarnos. —Miró al cielo—. Y nadie nos separará.

Cuando Todo AcabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora