-NOCHES RADIANTES, ALIADOS DE PESADILLA-

40 3 0
                                    


Soylens viridianos, vulgarmente conocida como Almidón de cadáver, una pasta negra carente de sabor. Aunque insípida, Dragonaut se reúsa a darle desprecio en su cocina, pues, muchos de los alimentos preparados por él y los servitors de cocina a sus órdenes directas la aderezan, aliñan y complementan con otros comestibles, dado que harían al más quisquilloso niño de la nobleza probar grato bocado de los exquisitos platillos. Porque aun siendo impropio de custodes pelear por bocado, ya que delicias no les faltan en su mesa, aun así, Artem la roba sin descaro de cada plato de sus hermanos.

Temblaba con cada bocado, no lo negaré estaba delicioso, pero los temblores de cada uno de mis músculos y el estómago atascado en mi garganta no hacían más que recordarme porqué temo por mi vida, aunque la victoria fuera con nosotros y el Emperador. Deseo desesperadamente escribir mi última voluntad, mis virtudes y logros como sargento, los cuales no sé si sean pocos o sean muchos, pero maldigo el día que probé la delicia de esta supuesta ordinaria ración de guerra, porque con ella ahora tengo un deber que equivale a la muerte.

Contemplo a una máquina que apenas respira, un vulnerado servitor herido por la guerra, inconsciente lucha por permanecer con sus decaídas funciones, frente al vilo inamovible de un gigante, una bestia de metal, cables y munición, alargado y descomunal como él solo. Aparentemente ignorante de mi presencia, si yo no supiera que esta inmensa sierpe cobriza y oscura es imposible de ser apagada, juraría que es una escultura de muy mal gusto. En mí no está entender porque la vida escasa de esa lata agonizante es más importante que la mía, un sargento. El valor monetario que significa su pérdida son unos millones más que mi propia vida, que egoístas son los hombres que me gobiernan.

- ¡Doctor! ¿Cuál es el estado de la lata fúnebre? - pregunté mientras encendía un cigarro, pues cada minuto que pasa yo perdía la esperanza de vivir.

- Sus vitales a apenas son estables. A este punto, depende de él permanecer con nosotros o no. – escuchar esa respuesta solo me trae anuncios funestos, y no me deja más que exhalar un aliento cargado con humo y frustración, pues debería dispararme yo mismo para olvidarme de la angustia.

Tomé asiento, el hangar de la nave estaba frío y con el tiempo en m se acababa el miedo o los temblores por la muerte, si bien, nadie se espera morir cuando sobrevives a una guerra exitosa; la verdad sea dicha, pues la tarea dada mientras consumía tan deliciosa comida, solo me dejo con el estómago al cuello.

Al principio me sentía gloriosamente, ya imaginaba el eslogan "Sargento Kurdi Jarka, Heroe del imperio, el rojo es su color favorito" un poquito de título estrafalario para un ascenso, ya que solo pensaba que haberme cagado del miedo había sido suficiente tributo para con los míos. Porque ver de primera mano funcionar la colosal sierpe, es solo para soñarlo. Pues cuando cierro los ojos aún puedo verlo.

Sentía la tierra en mi espalda, atrincherado con mis soldados, mientras escuchaba los gritos fúricos apenas entendibles de esos malditos pieles verdes. Claro que tenía miedo, pero, la guerra hace costumbre a lo mundano, aún con miedo, todos podemos cagar, todos podemos beber, fumar, tomar y comer, aun así, cuanto odio con profundo desprecio esa maldita conserva. Peor que los orkos es morir atragantado con esa pasta asquerosa, ya que, nunca ocultaré mi profundo desprecio por ella, eso siempre será mi más grande pesar en cualquier guerra, pero esta, en esta fue... diferente, claro que no cambiaba la tierra y las trincheras, esas eran las tácticas y las maneras.

De un camino a otro a lo largo de la trinchera y en los frentes, recorrían delgados servitors de extrañas orejas, he de suponer pues destacan altivas como las de una liebre, con paso ligero y cargando en sus pequeñas espaldas unos almacenes, casilleros de acero pesados. El material yo suponía que era lo de menos en el peso de su carga, ya que me refiero a lo que llevan adentro, kilos y kilos de esa ración asquerosa (algo que daba por sentado en aquel momento), siempre puntuales, preparados para repeler el peligro si lo ameritaban, recubiertos de un blindaje más ligero que mi uniforme, con bolters y cuchillos en cada mano. Todo se volvió muy estándar, a cada soldado le daban la ración acorde, nadie tenía más, nadie tenía menos, y yo no era la excepción.

LIBERTADES DISFORMESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora