3. El encuentro

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                     3. El encuentro

En las mazmorras del colegio Hogwarts, no rondaban más que espíritus en pena, deseando estar vivos o deseando tener víctimas para atormentar. Nick casi decapitado platicaba feliz todos los días con Sir Cadogan sobre las aventuras del último en el interior de cada uno de los retratos, y las costumbres raras de sus habitantes.

La dama gris deambulaba por los rincones nostálgica ante su desfortunio de haber sido asesinada, pero eso sí, muy alejada del fantasma de su asesino. El fraile gordo siempre en las cocinas, supervisando que las recetas dejadas por Helga fueran respetadas al pie de la letra y no creando invenciones locas propiedad de un elfo libre llamado Dobby.

Peeves era el más aburrido ya que por esta ocasión, los únicos que se quedaron en el colegio fueron un profesor y el director; no podía fastidiar a Dumbledore si es que quería conservar su estadía, pero tampoco podía jugarle bromas al profesor, ya que este le juró que lo usaría de experimento para ver si el agua bendita que adoraban los muggles realmente servía para exorcisar a un alma y hacer que llegara al aburrido paraíso para descansar eternamente, esto si alguna vez pensó siquiera en molestarlo.

El Barón Sanguinario flotaba por todas las mazmorras, arrastrando sus cadenas y atormentándose con su oscuro pasado. Por último, no muy lejos de aquel alma en pena, se podían escuchar sonidos producidos de tal forma que bien se podría interpretar como otro fantasma pero esta vez vengativo, con gruñidos y frascos estrellándose contra las paredes, tal cual animal salvaje y herido que estaba encerrado en el castillo.

Severus no podía dejar de pelearse con la vida y con su cadena de desdichas que el nunca pidió. Ya bastante era tener que cargar con un maldito enlace mal ejecutado y con un camafeo que aún no entendía el beneficio que podía traerle en el futuro; como para ahora también tener que aguantar una carta que se burle de él y un libro con páginas en blanco.

Su respiración era acelerada y estaba furioso con su ingenuidad al creer que todo se resolvería con ir al banco. Tenía ganas de romper todo lo que se le cruzara en el camino, todas las botellas, todos los vasos, todos los muebles y todos los espejos.

Cuando agarró muy decidido el espejo con un valor exorbitante, el cual no sabía por qué había comprado, y lo iba a hacer añicos, pudo visualizar con claridad esos ojos verdes que lo volvían loco. Se quedó estático en su lugar, y poco a poco fue calmando su furia; no podía creer lo hermosos que eran, le traían tanta paz a su mente.

No supo en qué momento se sentó en el sillón más cercano y se tomó todo el tiempo disponible para admirar la profundidad de esos irises. Observó cada línea de color verde en diferentes tonalidades, algunos más intensos que otros, su pupila negra y estable; pero lo más increíble era que parecían mirarlo de vuelta, como si pudieran reconocerlo.

Eran tan hipnóticos que se sentía flotar entre la bruma de un cálido día de verano, esos ojos lo habían cautivado tan profundamente que cualquier problema con el que luchara en estos momentos, parecía mínimo ahora con la mente despejada. La calidez y bondad que reflejaban era absoluta.

Pronto se hizo de noche y no fue si no hasta que esos ojos fueron tornándose borrosos que el pocionista iba recuperando la conciencia del tiempo y el lugar donde se encontraba. Disfrutó los últimos segundos en los cuales los pudo ver, para finalmente esfumarse del mismo modo en que aparecieron.

Derrotado, dejó de lado el espejo y se levantó lentamente mientras miraba el desastre a su alrededor. Con un movimiento de su varita todo el desorden se fue limpiando, resanando y acomodando en su respectivo lugar; por último, recogió la carta y la miró despectivo, fuera de promesas de amor y cursilerías para aquel joven Henry, no había nada más relevante.

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