Lena

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Mis primeros recuerdos de la infancia están llenos de alegría y momentos felices. Aunque la vida no siempre fue fácil, mi madre, Letitia, siempre encontraba la manera de llenar nuestros días con amor y risas.

Vivíamos en un pequeño apartamento en Metrópolis, un lugar lleno de calidez y comunidad. Recuerdo los paseos por el parque cercano, donde mi madre y yo nos perdíamos entre la naturaleza, recogiendo flores y riendo a carcajadas. Esos momentos sencillos eran preciosos para mí, y todavía los atesoro en mi corazón.

Mi madre era una mujer llena de energía y creatividad. Juntos, pasábamos horas construyendo castillos de arena en la playa o creando obras de arte con los materiales que teníamos a nuestro alcance. Cada día era una nueva aventura, llena de exploración y descubrimiento.

Aunque no teníamos muchos recursos materiales, siempre había comida en nuestra mesa y un techo sobre nuestras cabezas. La generosidad y solidaridad de nuestros vecinos y amigos nos envolvían, creando una red de apoyo en la que siempre podíamos confiar.

Recuerdo especialmente las tardes de verano, cuando nos refrescábamos con helados y compartíamos secretos en el parque. No importaba cuánto tuviéramos, siempre había un sentido de abundancia y gratitud en nuestro hogar.

Mi madre me inculcó valores como la empatía y el amor por los demás. Aprendí que la felicidad no se encuentra en las posesiones materiales, sino en los momentos compartidos y en la capacidad de hacer el bien a los demás. Siempre había una sonrisa en su rostro y un abrazo amoroso para reconfortarme cuando lo necesitaba.

Aunque mi infancia estuvo marcada por desafíos, mis recuerdos felices se aferran a mi corazón. Esos momentos de alegría y amor formaron las bases de mi resiliencia y determinación en los años venideros.

Cuando llegué a la mansión Luthor a la edad de cuatro años, el ambiente frío y distante de aquel lugar me envolvió. Mi madre, Letitia, había fallecido en circunstancias misteriosas, dejándome sola en un mundo desconocido. Mi padre, Lionel Luthor, me recibió con frialdad, pero fue mi hermano mayor, Lex, quien se convirtió en mi refugio y protector.

Sin embargo, Lillian me despreciaba desde el momento en que puse un pie en la mansión. Para ella, yo era una bastarda, un recordatorio constante del engaño de mi padre y un obstáculo en su búsqueda de mantener la fachada de la familia perfecta. Lillian no escatimaba en expresar su desprecio hacia mí, llenando mi infancia de comentarios hirientes y despreciables.

Afortunadamente, Lex se convirtió en mi salvavidas en medio de aquel océano de desprecio. Él entendía la injusticia que se cernía sobre mí y se convirtió en mi defensor más ferviente. Me envolvía en su abrazo protector, llenándome de amor y comprensión. A través de su bondad y cuidado, encontré consuelo y fortaleza para enfrentar los desafíos que surgían a diario.

Lex y yo compartíamos momentos de complicidad, donde imaginábamos aventuras y soñábamos con cambiar el mundo. Él siempre me animaba a seguir mi curiosidad y a desarrollar mis habilidades. Fue gracias a su apoyo incondicional que descubrí mi amor por la ciencia y encontré refugio en el conocimiento.

A pesar de la hostilidad de Lillian y los desafíos que enfrentábamos como Luthors, nuestra relación se mantuvo sólida. Lex era mi confidente en los momentos más oscuros. Juntos, buscábamos formas de trascender el desprecio que nos rodeaba y de demostrar nuestro valor a pesar de nuestro origen.

La bondad y el amor de Lex se convirtieron en mi ancla en aquel mundo turbulento. Su presencia constante me recordaba que no estaba sola y que siempre habría alguien dispuesto a luchar por mí. A través de su ejemplo, aprendí la importancia de defender lo que es correcto y de no dejarme consumir por el odio que me rodeaba.

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