―¡Corre más rápido!
Aquellos pasillos de piedra nunca habían oído tantos rugidos furiosos al mismo tiempo. Rugidos de saludo y de ceremonia, quizá, pero no de ataque. Las paredes del palacio temblaron ante aquel sonido estremecedor como si la piedra fuera capaz de encogerse de miedo. Incluso Khai sintió la cosquilla subiéndole por la espina al percibir la sed de sangre y el resentimiento. Todo eso podía oírse en el rugido de un dragón.
―No puedo correr más rápido. ¡Khai! No puedo.
Era cierto. Davina tropezaba detrás de él, tratando de seguirlo con sus piernas cortas, volviéndose a levantar cada vez solo porque Khai la llevaba de la mano y no planeaba detenerse. La levantó en brazos y siguió corriendo; no tenía tiempo para frenar y consolarla.
―¿Qué estamos haciendo? ―preguntó la princesa.
―Estamos llevándote con tus padres. Ellos sabrán qué hacer.
―Mis padres dijeron que tenías que irte para siempre.
Una columna de piedra de al menos seis metros de altura cayó frente a ellos y Khai la esquivó justo a tiempo para evitar que los grandes pedazos de escombro los aplastaran. Siguió corriendo, grácil, aunque tenía el corazón en la boca. Ese pasillo nunca le había parecido tan largo como en aquel momento. Y Davina seguía teniendo esa habilidad para hacer los comentarios más punzantes en los momentos menos indicados.
―Es verdad. Pero estoy aquí ¿no?
La princesa se abrazó a su cuello cuando otro pedazo de piedra cayó a pocos metros. Se pegó a él y trató de esconderse.
―No te vayas.
―No me iré ―jadeó Khai―. Ya te lo prometí. Que estaría siempre a tu lado.
Alcanzaron el final del pasillo y se metieron en un enorme vestíbulo. Khai estaba acostumbrado a los altísimos vitrales que lo flanqueaban desde el piso hasta el techo con imágenes que relataban la Historia de Ossa. Estaba acostumbrado a su luz colorida esparciéndose en el piso. Cientos de años de sucesos se respiraban en el aire de esa sala. La misma donde había visto a la princesa Davina por primera vez. Pero aquel día los colores de los vitrales estaban distorsionados por la luz roja y fulminante del fuego que se alzaba tras el cristal.
Notó que la princesa le clavaba las uñas en la camisa cada vez que se oía un estruendo. Ella era demasiado pequeña para entender por qué había dragones atacando el palacio. Y aunque Khai era un poco mayor, también le costaba entenderlo. Los dragones eran su gente, su raza, él era uno de ellos. Siempre habían sido guardianes de la paz. Ellos mismos eran los designados —como en su caso— para proteger a la familia real. Para que una horda de dragones decidiera atacar el palacio de Dorea tenía que suceder algo muy grave. Y Khai temía que fuera algo demasiado grave como para siquiera imaginarlo.
Entró en la sala del trono con mucho envión, esperando encontrar a los monarcas allí, pero se detuvo en seco y estuvo a punto de resbalar. La reina Viorica estaba de pie en la escalinata, erguida e impasible. Vestía el uniforme ceremonial blanco y dorado del Ejército Real de Ossa, y, parada así, sola y en la luz del fuego, parecía una diosa guerrera.
—¡Mamá! —gritó Davina, pero la reina ni siquiera la miró. Estaba concentrada en otra cosa.
El rey estaba muerto. Su cuerpo desinflado yacía de una forma antinatural en los escalones a los pies de la reina. Los ojos avizores de Khai vieron con demasiado detalle el hueso astillado de su columna cortada en el cuello, la carne salida de lugar, la sangre que goteaba por las grietas de la piedra. Al final de la escalinata estaba la cabeza, todavía con los ojos abiertos y la piel estirada en una mueca de horror capaz de transmitir el grito que se había ahogado antes de salir de su garganta.
—No deberías estar aquí —gruñó una voz grave y potente.
El sonido del metal cortando el aire y el tacto frío de la hoja rozándole apenas la espalda lo perseguirían en su memoria durante años. Khai se quedó más quieto que una estatua. Davina, sorprendentemente, también.
—Date la vuelta —ordenó la misma voz.
Solo cuando le vio la cara, Khai soltó el aire que se le había atascado en el pecho. Era la primera vez en todo el día que veía un rostro confiable.
—Bjorn ¿qué está pasando?
Bjorn era un dragón y un Guardia Real, como él. La diferencia era que Bjorn era el guardián del príncipe heredero al trono, el hermano mayor de Davina, y si el rey estaba muerto en la escalinata, entonces Bjorn acababa de convertirse en el guardián del nuevo rey de Ossa.
—La reina te liberó de tus labores como guardián y te desterró. Suelta a la princesa en este instante.
Davina se aferró con más fuerza al cuello de Khai. Él intentó dirigirse al Bjorn que era su amigo, y no al Bjorn Guardia Real ultra responsable que lo apuntaba con una espada y lo desconocía.
—Bjorn, sabes que no le haré daño a la princesa. ¿De verdad no crees que tenemos preocupaciones más urgentes que que yo haya sido despedido? —dijo, haciendo un gesto amplio con el brazo para señalar el cadáver detrás de él y los continuos estruendos afuera—. ¿Dónde está el príncipe?
—Alasdair está muerto —la voz de Bjorn tembló por un segundo y luego volvió a endurecerse, pero el dolor perduró por más tiempo en sus ojos—. Tengo que sacar a la princesa de aquí. La prioridad es proteger a la Corona. Suéltala en este instante y despídete de ella.
Khai se estremeció. ¿Separarse de la princesa? No lo había hecho ni siquiera cuando la reina Viorica se lo había ordenado. Había jurado no hacerlo jamás.
—Ya no eres su guardián —Bjorn estiró el brazo con el que sostenía la espada—. Esta es tu última advertencia.
Khai bajó a la princesa al suelo y se arrodilló frente a ella. La niña intentó volver a treparse a su cuerpo, y aunque fue una de las cosas más dolorosas que había hecho en su vida, Khai la apartó.
—Tienes que esconderte por un tiempo —le dijo, intentando convencerse a sí mismo de que estaba haciendo lo correcto— para que todo este fuego no te queme. ¿Está bien?
—¿Vendrás conmigo?
Davina no lloraba, pero nunca se le había visto una mirada tan triste. Podía ser muy pequeña para entender los detalles, pero cinco años le alcanzaban para comprender que algo andaba mal. Por ejemplo, que estaba a punto de separarse de la única persona que se había acostumbrado a pasar todo el día con ella.
—No ahora mismo, princesa. Bjorn te llevará. Pero prometo que iré a visitarte muy pronto.
—¡No es justo! —Davina pataleó, gritó e intentó zafarse en cuanto Bjorn le agarró la mano—. No es justo, no quiero. Me prometiste que te quedarías conmigo. ¡Rompiste tu promesa!
Khai se secó la lágrima antes de que esta pudiera caer. Nunca había sentido que unas palabras fueran tan punzantes y venenosas como esas. Tomó aire lentamente, y, aun así, no consiguió evitar que le temblara la voz.
—No estoy rompiendo mi promesa. Estaré siempre contigo, cuidándote.
Se abrió el cuello de la camisa y se sacó un colgante con una medalla. Se lo entregó a la princesa. Era un medallón de un metal oscuro pero brillante, con un tornasol anaranjado que aparecía solo cuando le daba la luz del sol. En el centro tenía tallado un dragón enroscado con su propio cuerpo, casi como una serpiente. Khai le puso el colgante a Davina y le indicó que lo mantuviera cerca de su pecho.
—Úsalo para recordar que estoy a tu lado incluso cuando no puedes verme.
—¿Siempre?
—Siempre.
La sensación cálida de las manos diminutas de la princesa le duró un rato más en las palmas después de que Bjorn los separara de un tirón.
—Khai, sabes que te quiero, pero tengo que llevármela ya. No tengo opción.
No respondió más que con un gesto. Aún se frotaba las manos, tratando de recordar la cosquilla del toque de la princesa, cuando Bjorn y Davina desaparecieron con la reina Viorica por la puerta que llevaba a los jardines internos del palacio. Davina le hizo un gesto de adiós con la mano.
—Adiós —le contestó Khai a la sala vacía.

ESTÁS LEYENDO
Reino de huesos de dragón
FantasiSi sientes que no encuentras tu lugar en el mundo, quizá se debe a que no estás en el mundo correcto. Quizá hay un mundo mágico esperándote, lleno de dragones poderosos y otras míticas criaturas. Y quizá ese mundo está a punto de entrar en la guerra...