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Capítulo 6. Podredumbre a simple vista


C H R I S T I A N



—¿Arzobispo?

Los cardenales dejan de hablar cuando Sonnet me habla y se quedan observándome desde la ventana del pasillo, entre ellos está Hathaway, Winslow y el canciller Seagrave.

Le hago un gesto a mis guardias para que se detengan, quienes tienen un agarre firme en el hombre pelinegro esposado.

El asesino de anoche de la mansión Holloway.

Se quedan detrás de mí, esperando órdenes.

Los cardenales miran de reojo con curiosidad al hombre junto a los guardias que me acompañan.

—Este es quien ha intentado envenenarlo en la mansión Holloway, majestad —pronuncié.

—Ay, Dios —se persignó Hathaway.

—¿Cómo está seguro de que es él? —preguntó Enoch, con la curiosidad escrita en su rostro mientras observa al pelinegro.

—Es el único que no trabajaba en la mansión y las cámaras lo captaron huyendo momentos anteriores a la muerte del cardenal Holloway.

—¿Quién te ordenó asesinarme? —espetó Benedict en dirección al pelinegro.

El asesino apretó la boca.

—No dirá nada —avisé —. Me lo llevaré para interrogarlo con su permiso.

Benedict lo pensó por un momento y asintió, a pesar de saber que el deber de interrogar a criminales es tarea de Ludovico como general del Ejército Real. Pero, ¿Quién sabe dónde está ese imbécil?

Les hago una seña a los guardias y comienzan a arrastrar al asesino a las mazmorras, a la oquedad más profunda del palacio que la mayoría evita. Algunos guardias de los pasillos me observan mientras camino por los pasillos junto a mis guardias personales y me conceden el paso a la prisión más vigilada del palacio.

Oigo algo arrastrándose, los presos comienzan a hacer ruido desde sus propias celdas e ignoro las imprecaciones y súplicas. Arrugo la nariz ante el repulsivo aroma a deshechos humanos y continúo caminando hasta la celda más alejada de prisioneros y guardias que se utiliza en interrogatorios.

Lo que menos quiero son testigos.

Ordeno a los guardias soltarlo y ambos entramos a la celda. Se queda en medio de la habitación de interrogatorios, busco en el bolsillo del pantalón de vestir la llave y le quito las esposas. Lo vi masajearse las muñecas donde una marca roja inicia a formarse.

—¿Tu nombre?

Él tardó en responder, observó la habitación y se paseó.

—Jericho.

—¿Jericho...?

—Solo Jericho, arzobispo.

Jericho, el asesino que intentó envenenar a Sonnet por órdenes de Holloway, contempló con frialdad los instrumentos de tortura encima de la mesa quirúrgica.

—¿Debería confiar en ti? —pregunto, rondando a su alrededor.

—La confianza es de ingenuos, arzobispo —respondió —. Sin embargo, puede confiar en mis habilidades y cumpliré órdenes.

Contemplo por un momento lo que haré.

Anoche, el envenenamiento al cáliz de Sonnet no era lo único que pensaba hacer Holloway, tal y como pensé. También el cardenal esperaba deshacerse de Aurelia y a su hija menor, Ada, mientras dormían en su hogar y fue gracias a la información de Jericho que interrumpí el momento y con su ayuda me deshice de los asesinos contratados junto a Jericho.

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