Capítulo 11

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Siento cómo alguien jala repetidas veces un extremo de mi capa.

—¿¡Qué ocurre!?

Despierto sobresaltada.

—Nos han encontrado, debemos huir —dice con preocupación.

Me levanto de golpe y comienzo a correr hacia la salida de la cueva.

—¡Espera, espera! Es mentira —dice soltando una carcajada.

Paro en seco y me giro molesta.

—Pero... no entiendo, ¿Qué le sucede? ¿Acaso enloqueció, por qué hizo eso? —digo con los brazos abiertos.

Este se retuerce de risa burlándose en mi propia cara.

—Yo... juro que... voy a...

—Creo que es hora de que baje a la ciudad a ver cómo están las cosas —dice regularizando su respiración.

Comienza a quitarse el característico traje color morado ciruela de los soldados Glasmianos, dejando al descubierto su trabajado abdomen y sus fuertes brazos. Me sonrojo y miro en otra dirección.

—Necesito pasar desapercibido —dice notando mi incomodidad.

—Está bien...

—Ya está, puede girarse —dice sonriendo cuando me vuelvo para mirarlo.

Viste ropa común y corriente: una camisa blanca amplia, pantalones oscuros con rayas marrones, una capa negra y botas marrones.

Bajamos de la cueva y nos adentramos cuidadosamente en el pueblo. Solo quedaban rastros del caos de la noche anterior. Aldeanos levantaban sus puestos en el mercado, otros limpiaban la destrucción de sus tiendas. Los hogares seguían intactos, pero ante mis ojos estaba el dolor ajeno de quienes perdieron sus bienes en el atentado inesperado de la reina Susan.

Las cosas estaban calmadas, pero había guardias por todo el lugar. Leo me mira con preocupación y entiendo enseguida que no podremos quedarnos ni un segundo más en este lugar.

Decidimos movernos por la ciudad, lo más lejos posible del castillo. Ya no había rastros de sus compañeros soldados, solo de los guardias y soldados del Rey Alph. La capital de Ashlar era enorme, con unos 30 pueblecillos más en toda la isla aparte de la capital que se encontraba a los pies del castillo.

―Tenemos que llegar al otro extremo de la ciudad. Allí conozco a alguien que seguramente nos podrá ayudar; es un pescador y quizás pueda sacarnos en su bote —dice siguiendo su camino cuidadosamente.

Tratamos de tomar las calles menos concurridas para no llamar la atención, ya que pareciera que todos están alerta debido a la situación de la noche anterior.

—Lamento que te hayas quedado sin tus amigos soldados —digo tratando de seguir sus pasos, lo cual se me dificulta porque claramente me saca como tres cabezas, y sus piernas son larguísimas—. Pero te agradezco mucho que me estés ayudando.

—No pasa nada. De todos modos, me tenía que quedar...

No termina la frase.

—¿A qué te refieres?

—A nada importante.

Después de unos 20 minutos, comienzo a sentir que el calor de la mañana me está afectando. Me duele la cabeza y mi estómago reclama por un poco de alimento. Cada paso que damos me siento un poco más débil.

—¡¿Oye, qué te pasa?! —me dice Leo, parándose de golpe para observarme alarmado.

—Nada, ¿por qué? —respondo asustada—. ¿He hecho algo malo?

La Hija del MercaderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora