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Comenzaba a hacerse de día. En silencio el recorrido se les hacía mucho más largo. Teddy parecía estar muy concentrado en la conducción. Javi, con los ojos cerrados, mantenía la cabeza apoyada en la ventanilla. Cuando estuvo preparado, se expresó:

-No sé por qué sigo haciendo estas cosas, si luego me siento fatal.

Su amigo asentía internamente, preguntándose lo mismo. El silencio continuó otros tantos minutos.

-¿Has sabido algo de Elena?

La pregunto hizo despertar a Javi, que se revolvió en el asiento y se colocó muy derecho, cruzándose de brazos. Negó con la cabeza.

Más silencio.

-¿A qué hora actúas hoy? –de nuevo Teddy intentaba romper el hielo.

-A las once –Javi parecía haberse relajado momentáneamente-. ¿Vas a venir?

-Hoy tengo bolo en Alcalá.

A Javi le gustaba que su amigo anduviera cerca cada vez que actuaba, pero entendía que él también trabajaba y no siempre podía acompañarlo. Se limitó a asentir. No dijeron nada más hasta que Teddy lo dejó en el portal de su casa. Javi se bajó del coche y, antes de cerrar la puerta, miró al interior del vehículo.

-Gracias por ir a recogerme, tío... otra vez.

-Mucha mierda para el programa y para esta noche –Teddy sonreía, intentando parecer alentador.

-Lo mismo te digo –Javi se giró y subió hasta su piso.

Después de entrar y soltar las llaves en el cenicero de siempre, colocó las manos en las caderas y observó el panorama. Incapaz de organizarse interiormente, limpiar y ordenar se estaba volviendo una terapia bastante efectiva. Al menos mientras le duraban los buenos propósitos que se repetía a sí mismo como un mantra.

-Desde hoy no más juergas, Javier. A sentar la cabeza, a echarse una novia...

Y la imagen de Elena le daba una patada en la boca del estómago. Sacó el móvil del bolsillo y buscó entre sus contactos. Se dejó caer en el sofá, suspiró y miró la pantalla durante eternos segundos. Sabía que era inútil llamarla, mucho menos a esas horas intempestivas; cada intento era en vano, ella nunca descolgaba y él, en lugar de paliar su ansiedad, se sentía más hundido y fracasado que antes de marcar el número. Aun así, volvió a hacerlo. Esperó tantos tonos que había perdido la cuenta. Nadie respondió al otro lado. Dejó caer los brazos, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Por un instante pensó que estaría bien llorar y desahogarse, pero fue una simple ilusión. Se levantó enérgicamente a buscar escoba, fregona y un trapo para limpiar. Perdió la noción del tiempo mientras hacía de su piso un lugar más habitable, aunque no sabía exactamente para quién ya que apenas pasaba un par de horas seguidas entre aquellas paredes. Una vez hubo terminado, arrastró los pies hasta su habitación y se desplomó sobre la cama recién hecha. Torpemente se deshizo de los zapatos, suspiró y deseó con todas sus fuerzas quedarse dormido, olvidarse de todo, parar los pensamientos que se arremolinaban dentro de su cabeza como huracanes. Cinco minutos más tarde, prediciendo su propio fracaso, estiró el brazo hasta conseguir el iPod que descansaba sobre la mesita de noche. No era la primera vez que subía el volumen en sus auriculares para que la música le inundara el cerebro y su mente lograra ralentizar su marcha. A los pocos minutos el sueño le trajo algo de tranquilidad, al menos hasta que, pasadas dos horas, la alarma del móvil le recordó que debía volver a la vida real, tomar su coche y desplazarse hasta las afueras de la ciudad a grabar el siguiente programa televisivo del que era conductor.

Llorar de risaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora