CAPÍTULO 2 *

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Llega un momento en el que ya no puedes más. Quieres dejarlo todo, irte y no volver. Estás mal y nadie lo ve, nadie se da cuenta, como si intentaras gritar sin tener voz, como si intentaras encontrar algo en un lugar sin luz y sin apenas una indicación. Llega un momento en el que no quieres seguir, porque te das cuenta de que lo que estás haciendo no te va a llevar a ninguna parte. Sólo esperas que alguien te salve, a pesar de que ese alguien nunca va a llegar. 

Son las siete de la mañana del sábado, estoy tirada en la cama, mirando al techo, pensando en si levantarme o no. El psicólogo me dijo que era bueno salir más y hacer algo de deporte, por eso, me propuse ir a correr. Pero se está tan calentito bajo las sábanas, da tanta pereza levantarse. No creo que pase nada por no ir, ya puedo empezar en otro momento. No, me dije a mí misma que lo haría, me propuse olvidarme de todos los problemas y tirar hacia delante, así que después de varios minutos dando vueltas entre las mantas, me levanto y hago la cama para evitar la tentación de volverme a tumbar. Abro el armario, me pongo unos leggings, unos tenis, una sudadera y un chubasquero. Me hago varios peinados pero al final me decido por una simple cola de caballo.

Nada más salir de casa siento como mis huesos se hielan debido al frío y como el aire baja por mi garganta haciendo que me cueste respirar. No me gusta mucho correr y las bajas temperaturas hacen que sea mucho más difícil. Me paro y empiezo a caminar hasta que poco a poco aumento la velocidad y entro en calor. 
Me imaginaba que iba a haber menos gente, porque para ser invierno, estar de vacaciones y una hora tan temprana, hay bastantes personas. Unos van corriendo, otros paseando, con sus perros...

A lo lejos veo un chico que viene corriendo hacia donde estoy, yo no me paro, aunque hago que me coloco bien la coleta. Me mira, pero sigo corriendo y cada vez más rápido. Total, seguro que no es a mí, no lo conozco de nada, aunque me resulta familiar, puede que de verlo alguna que otra vez por la calle. 

—Hola —dice cuando llega a mi altura.
—Hola —contesto mientras me paro poniendo las manos en las rodillas y obligándome a respirar.
—No suelen venir muchas chicas a correr tan pronto.
—Puede ser.
—Nunca te he visto por aquí, pero me suena muchísimo tu cara. ¿No nos conocemos de algo?
—Que bah.

Me cuesta mucho hablar con chicos, bueno, me cuesta hablar con gente en general, me resulta muy incómodo. Me gustaría que no fuera así. Ya empiezo a notar calor en mi rostro, espero que no note que me he ruborizado, aunque es posible disimularlo ya que el frío me ha sonrosado las mejillas y la punta de la nariz.

—¿Cómo te llamas?

¿Está intentando algo conmigo? no ¿No? Espero que no, estas cosas se me dan fatal.

—Alexandra. ¿Y tú?
—Alan. ¿Te apetece que vayamos juntos? Es que no me gusta ir solo y no he encontrado a nadie que me pueda hacer compañía.

Vale, creo que sí intenta algo conmigo, pero por una vez no me asustaré y no seré borde.

—Eh...vale, está bien. 

Durante varios minutos corremos en silencio, noto como todo mi cuerpo arde por el cansancio y como comienzo a jadear para poder coger aire. Necesito parar, pero como parece que él no, no lo hago.

—¿Hace cuánto que corres? —pregunta al fin.
—Eh...bueno, hoy es el primer día que vengo.
—Ah. ¿Y cómo te decidiste a venir?

No le voy a decir que mi psicólogo me mandó hacer deporte, pero no tendría ningún problema, parece un buen chico, uno en el que poder confiar. Normalmente no me gusta que me hagan un interrogatorio, pero a él le dejo, me transmite esa seguridad que necesito y me hace sentir esas pequeñas mariposas en el estómago, aunque puede que se deba a que me estoy mareando, pero seguro que no. 

A veces te quiero. (Editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora