I feel so alone

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La soledad no había sido algo que notara cuando mi abuelo vivía.

Aunque no tengo padres ni otros hermanos, tuve a mi abuelo, un ser carrascarrabias que se enojaba por cualquier mínimo problema, pero el único familiar que me acompañó por mucho tiempo.

Así que podría decirse que no estuve solo.

Sin embargo, este último tiempo me he dado cuenta de una verdad irremediable: no tengo amigos ni familia.

Es doloroso saber que mi único anclaje a este mundo había sido mi abuelo, nadie más, ni siquiera mis compañeros del instituto, ni siquiera los amables vecinos. Al principio no dolía, estaba acostumbrado, más bien, aún tenía en ese entonces la presencia de mi abuelo que, a pesar de haberse marchado, había sembrado todo de sí mismo en nuestra casa: ropa, cuadros, sus preciados licores, incluso su aromatizantes de selva y su jardín de gardenias en el patio. Pero con el correr de los años, todo eso desapareció; no queda ningún rastro de él excepto por su ropa y su fría habitación.

Ya no tengo aquel consuelo de su existencia que mitigaba mi soledad.

Realmente es triste.

Observar a niños con sus padres, abuelos, tíos, me representaba un desafío. Se me hacía un nudo en la garganta cada vez que un niño recibía una palmada en la cabeza, cuando la madre regañaba con cariño a su hijo, cuando un abuelo entregaba a escondidas algo de dinero a su nieto. Me traía recuerdos, más las situaciones en las que participaban los abuelos y sus nietos, porque me llevaban a aquellos días en los que aún vivía él.

Pero no eran las únicas situaciones que me hacían sentir solo.

Ojalá fuesen solo ésas.

Por desgracia, incluso ver a grupos de amigos o gente compartiendo, existiendo, relacionándose con los demás, me generaba una soledad tan dolorosa que incomodaba.

Esto último fue la gota que colmó el vaso.

Lo descubrí por error, un año después de la muerte del abuelo, cuando el calor reemplazó al frío y el sol bailaba en el cielo.

Ese día estaba cuidando el jardín de gardenias que había ignorado tanto tiempo, que después de mucho tiempo regresó a la vida, y fue entonces que un grupo de personas apareció en la zona en la que vivía, justo en el monte, donde las aguas termales eran la primera atracción del pueblo. Al parecer ese grupo de universitarios se había perdido, ya que en lugar de dirigirse al sitio de las aguas termales se encontraron caminando por el camino esquivado. Así, dieron con mi casa.

La amargura nunca fue parte de mí, nunca fui molesto o alguien que odiara cualquier tipo de interacción social, pero la situación me superó.

Sobre todo dos hombres de contextura enorme que se veían como los típicos ikemen de una película romántica. Tenían todas las características de uno: guapos, arrogantes, y con la sonrisa de propaganda.

No había sido nunca una persona odiosa y mala. Ese día lo fui.

Los dos universitarios parecieron poco preocupados por encontrar el camino correcto, se instalaron en mi hogar tan cómodos y llenos de confianzas... y hablaron de más.

―¿Estás solo? ―Me preguntó uno de ellos, echando una mirada superficial a sus alrededores.

―Sí.

―¿Tus padres se fueron de viaje?

No respondí, no tenía motivos para hacerlo. El silencio debería haber sido suficiente, al menos para la gente que le importara, pero a ese tipo en especial poco le importó mi renuencia a responder.

Una soledad dulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora