18. El arca de Ana.

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Anastasia
Dos días después…

La vida y las circunstancias han hecho de mí la persona que soy ahora. Todos miramos el mundo de una manera diferente, algunos lo ven cruel y frío, en cambio otros lo perciben alegre y de colores. Y luego estoy yo, que solo lo miro negro con algunos destellos dorados de vez en cuando. Nos convertimos en monstruos sin siquiera percatarnos. Por eso te despiertas un día en una cama de hospital, y te encuentras mirando la pistola de 9mm que llevas en la mano, y te preguntas dónde está el botón de retroceder, el que te lleve de regreso al pasado para hacer las cosas diferentes. Sé que la solución no la encuentro en quitarme la vida, que no vale la pena, pero al mirar la pistola no puedo evitar pensar que sí lo es.  

Me han dado el alta. La enfermera ha entrado esta mañana bien temprano y me ha hecho firmar los papeles del alta. Recojo mis cosas después de casi tres días enteros en el hospital. Salgo casi corriendo por la puerta, lejos del olor a desinfectante y anestesia.

Respiro el aire frío de Raycott y el oxígeno llena mis pulmones. Recoloco el cabestrillo de mi mano derecha y un débil dolor se instaura en mi brazo, haciéndome respingar. Carraspeo y emprendo mi camino de vuelta a la iglesia, el lugar que ha sido mi hogar desde hace un tiempo. No he sabido nada de Nicholas en días, por lo que supongo que está muy ocupado poniendo en su lugar a los tipos que me secuestraron. Pero aun así, mi corazón no puede olvidar la reacción que tuvo cuando le dije que éramos hermanos. Salió corriendo despavorido, dejándome sola en aquel hospital.

«Un paso más, Ana», me digo a mi misma para ofrecer la seguridad que necesito. A lo lejos puedo notar la silueta de la cúpula de la iglesia.

— ¡La fruta, fruta fresca! —escucho un alarido a mi costado. Giro en esa dirección y mis ojos se abren asombrados al ver al pequeño Aidan en una esquina desierta al lado de un montón de cajas repletas de diversas frutas.

«No puede ser»  

De forma instintiva, reviso en el interior de mi mochila y en mis bolsillos tratando de encontrar algo de dinero. Encuentro un billete de cincuenta dólares en el pequeño bolsillo lateral de la mochila. Sonrío al verlo y me acerco al niño con pasos seguros.

— ¿Cuánto pides por toda la fruta? —le pregunto al pequeño. El  niño me mira serio y niega con la cabeza.

—Para usted es gratis, señorita Ana —responde sonriendo.

Ahora soy yo la que niega con la cabeza.

— ¿Otra vez la madre superiora se ha portado mal con ustedes? De ninguna manera puedo permitir que me des tu trabajo gratis —rezongo, escogiendo la fruta más pocha que sé que nadie le comprará.

El pequeño Aidan me mira serio, su sonrisa ha desaparecido y ahora muestra una expresión triste. Incluso hace un puchero con sus labios. Entrecierro los ojos y me preparo para que su respuesta me desagrade.

—Siempre se porta mal con nosotros —susurra bajito, temiendo que alguien lo pueda escuchar. El corazón me da un vuelco y aprieto mi agarre sobre la pera casi podrida que sostengo en la mano.

— ¿Por eso estás triste? —quiero saber, quiero conocer todo de este niño porque al verlo me recuerda a mi infancia, a todas esas horas desveladas que Alisa me obligaba a entrenar como si fuera un cadete militar y no una cría de cinco años.

«No podemos salvarlos a todos, Ana» esas palabras de Nicholas me llegan como un lapsus mental. Sí, sí que podemos, pero es mucho más fácil justificarnos para que la culpa no sea tan grande.

—Tengo un amigo, él… está muy enfermo —baja su cabeza al suelo y sus ojitos azules se llenan de lágrimas inocentes —. Se va a morir.

Que un niño de poco menos de cinco años piense en la muerte me eriza la piel. Aidan tiene los ojos irritados del llanto, la ropa hecha un desastre y el cabello desordenado. De verlo se puedo notar que lleva varios días sin bañarse, y es muy posible, que también sin comer. Un sentimiento maternal que creía que no poseía se instaura en mi interior.

Pensamientos impuros (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora