La senda del solitario

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Moreno como un grano de café, robusto, provisto de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Kim Namjoon, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la antesala de su superior.

Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos, y recordando que a veces Namjoon solía relatarme historias jamás impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque para el paladar de Namjoon los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.

No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del chaparral, me viera yo escuchando... ¡Una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas de Kim Namjoon! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.

—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Namjoon—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.

—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.

—Un poco —dijo Namjoon; y luego, en el curso de una breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.

»Es que estaba acordándome de Min Yoongi, que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Yoongi y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.

»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis costumbres, y decidió que Yoongi se movería mejor bajo los arneses sin tener al lado un potro como Kim Namjoon, más bien reacio a los deberes matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Yoongi.

»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el flanco. No era Min Yoongi, sino una especie de gelatina de pescado en que le había convertido el matrimonio.

»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Yoongi corrompido y transformado en un badulaque cualquiera!

»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:

»—Excúseme, mister Min... Así se llama usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.

El Namgi y O. HenryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora