"Simpleza"

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—!Váyanse a la mierdaaaaa! Y no quiero a nadie en mi propiedad para cuando vuelva–Recuerdo fue lo último que grité al interior del auto mientras tiraba con fuerza la puerta y salía. Dí la espalda sin mirar atrás. Tenía enfrente el pequeño malecón de aquel apestoso pueblo marítimo al que tanto me gustaba llamar "pocilga pesquera".

No quería volver a casa, ni estar lejos de ella. Ansiaba huir a todas partes; negaba reconocer a cada parte de mi todo huyendo.

Lleno de ira y dolor, arrastré los restos de mi grandeza hasta un incómodo asiento de mármol con vista a la bahía. El aire fresco intentaba decirme algo, pero tanto metal apretándome la piel agregaba peso a mis cargas. Desprendí el molesto Rolex de mi mano y cada eslabón alrededor del cuello. Los estrallé contra el suelo. No me bastaba, fueron ahogados en el mar.
Pensamientos de venganza venían a mi mente, fantasías de orgullo. Planes, estrategias...tocaban a la puerta del corazón sutilmente. Sin embargo, la belleza del paisaje me tenía en una especie de trance. Dejé de pensar y comencé a respirar, mirar alrededor. Sentí fatiga en el cuerpo mientras la sangre se enfriaba después de tanto odio liberado. Luego experimenté algo más, quizás también fatiga, pero en otra de sus formas. La del alma, cuando la ira se apaga y sale a flote lo que siempre esconde: tristeza.

Llamó mi atención una pareja de cuarentones sentados en el muro del malecón. Él, con su oberol todo manchado por combustible. De seguro mecánico o pescador. Y ella, con su blusita de tirantes gastada y sabrá Dios de qué lugar comprados unos zapatos plásticos que dejaban ver por el hueco del talón la piel dura y seca, blanquecina.

A veces callaban, otras reían. Parecían no tener un tema de conversación determinado, lo cual no me extrañaba al no esperar, de su escaso nivel cultural, ver brotar debates en materia de ciencia o arte. No obstante, una extraña armonía los gobernaba. Sus manos se entrelazaban como si fueran una. Cada cierto tiempo él besaba los labios de la churrosa dama tan apasionadamente que la misma Marilyn Monroe sentiría envidia. La regordeta dama ,por su parte, abrazaba como niña en brazos seguros a su paladín de grasa y combustibles fósiles. ¿Qué si la ignorancia da Paz? Pregúntele usted, querido lector, a cualquier mediocre.

Contaban nubes, en vez de hacerlo con los huecos de las ropas. Llenaban vacíos, en lugar de ocupar el del estómago. Le daban brillo a la tarde, sin pensar en el amarillo de sus dientes gastados al compás de "Perla". Esa pasta dental sobre la que ,por suerte, aún yo conservaba solo unos pocos recuerdos lejanos.

No pude creerlo, o no quise. El destino se debía estar burlando de uno de sus mejores guerreros. Era absurda la discordancia de los atuendos, era hermosa la sincronía de aquellas almas. Mi horror se convirtió en envidia. Observé cuidadosamente buscando pruebas de que no podía existir algo tan perfecto y barato. Quizás el tosco pescador le mencionara algo a su "reina de los tirantes" sobre el hueco en el zapato, o dicha señora hiciera gestos de asco ante el olor del oberol. Miré, miré, y nada...

Pasó el vendedor de flores. Vi como la cuarentona muy discreta vacilaba cada una de ellas. Al principio no entendí. El hábil comerciante se puso al lado de ambos y  entre piropos y pregones, siguió su camino al darse cuenta de lo mismo que yo: el amor más puro anda desnudo, ni comprarse flores puede. Si usted tiene pensado visitar algún día lugar donde no haya dinero, créame, no habrá más nada, excepto amor.

Pensé en comprar para ellos cierto Tulipán de raro origen. No me hubiera pesado. Ya hasta me agradaban ese par de tontos sin siquiera conocerlos. Pero no había tocado mi bolsillo cuando la estrepitosa risa de la" madame" robó mi atención. Sonrojada miraba a su príncipe a la vez que sostenía una simple flor de las enredaderas al borde del malecón, regalada por él. No supe que tenía de especial aquel pedazo de yerba. Quizás estaban drogados.

El Sol impactaba con lo más bello de sus últimos rayos y matices el cayo frente a la costa. La noche se abalanzaba sobre el cielo y me sonreía con ternura. Los vi marcharse de la mano.

Esa madrugada volví a casa caminando. Cuánta ligereza, o paz, o como sea que le llamen. Recordé mientras cerraba la puerta de la entrada grandes momentos de mi existencia. Ví, sumido en el silencio de la autoelegida soledad, que la causa de la aflicción humana surge en ocasiones por buscar cosas innecesarias o tratar de forzar otras que si en verdad están destinadas, solas llegarían. Toda una vida de éxito me enseñó que la felicidad no es como en las películas. Dos mediocres frente al mar me demostraron que es más fácil encontrarla dónde la grasa no apesta ni la tela vieja se nota fea. Allí dónde los señores de las flores siguen de largo y las limosinas suben los cristales para no ver. Gané la solución a todos mis problemas, y no estaba en otra despampanante victoria caprichosa, sino más cerca, dónde los pobres aman y la tarde parece eterna. Ahí, en la simpleza.

La Metáfora De Los 7000 MillonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora