Cierro la tapa del ordenador portátil y me quito las gafas. Solo las llevo para trabajar y leer, así evito aquellos dolores de cabeza diarios que fueron mi condena durante seis meses hasta que fui al médico y dieron con mi problema: hipermetropía. Me froto los ojos y suspiro. La vuelta al trabajo está siendo dura. El lunes, nada más aterrizar, mi jefe me llamó para encargarme la traducción de un señor tocho de casi mil páginas. Novela histórica. No es justamente lo que más me agrada en el mundo, no obstante, he de reconocer que, en esta ocasión, la trama me está resultando entretenida. Me gusta mi empleo: leer y reescribir. Digamos que he conseguido algo así como mi sueño laboral, estoy satisfecha con ello y no aspiro a más, creo que podría dedicarme a esto el resto de mi vida. Bueno, a veces fantaseo con escribir mis propias historias... Pero no, yo no sirvo para eso, jamás lo lograría y acabaría frustrada y enfadada conmigo misma.
Miro el reloj que preside el salón: las siete y media. Cada día termino más tarde. Me levanto y busco el móvil, lo he debido de dejar en la cocina cuando he ido a merendar algo y, de paso, a cotillear mis redes sociales. Tengo dos conversaciones de WhatsApp con mensajes sin leer. Una de ellas es la del grupo de amigas: Panela en rama. El nombrecito se le ocurrió a Andrea cuando a Emma le dio por comer sano y siempre que íbamos a su casa nos sacaba panela para el café en vez de azúcar. «Cuándo quedamos?? Sofi is dissapeared» ha escrito Andrea. Es cierto. Estoy desaparecida. Después de la conversación que mantuve con mi abuelo en Palo no he tenido ánimos para quedar con ellas porque guardo un revoltijo en mi cerebro que no sé cómo ordenar. Es como si se me hubiera metido una mosca en la cabeza y no parara de zumbar. Muy molesto todo, hasta me cuesta concentrarme. El otro mensaje es de Marcos: «Cielo, hoy salgo tarde, lo siento». Bufo. Es lo habitual: Marcos siempre sale tarde. ¿Saca dinero de esa empresa? Sí. ¿Merece la pena perder tanta libertad por ella? Para él sí. A mí no sé si me funcionaría. Me encanta disponer de tiempo libre.
Me preparo para dar un paseo. No quiero quedar con mis amigas y Marcos no es una opción, así que intentaré despejarme yo solita. A ver si esa mosca dichosa se marcha y me deja vivir. Diez minutos después estoy en la calle caminando sin un destino determinado. Las ideas me chillan insistentes. Estoy harta de sentirme así. De cerrar los ojos y pensar que sé dónde está Iván. Odio esa sensación. Hasta ahora él era un recuerdo difuso y lejano. Algo que solo existía en mi cerebro. Haberlo encontrado ha significado darle entidad, cuerpo. Iván está en Zaragoza y es real. No vive solo en mi memoria. Entonces, cuando esa certeza me paraliza y me quedo quieta en medio de la calle, la parte más impulsiva de mí misma toma una decisión. Al final, a veces, para deshacerte de una mosca, hay que aplastarla, no basta con abrir la ventana y esperar a que ella quiera marcharse.
Paso en la parada de bus cinco minutos hasta que llega el que me conduce hasta Las Delicias. Me pongo la mascarilla, pago, y me quedo de pie frente a la salida, concentrada en bajarme en el lugar correcto. No lo hago. Me apeo un poco antes con el propósito concienciarme para lo que se viene. Voy a plantarme frente a Iván y... ¿le voy a pedir explicaciones? Sí. Eso voy a hacer. Si Iván soluciona mis dudas podré seguir con mi vida. Simplemente necesito eso, saber qué ocurrió aquel día en el que rompió mi mundo en pedazos y se marchó dejándome sola con un casco de moto y miles de sentimientos contradictorios centrifugando en mi estómago.
Me aposto en la puerta del taller y aguardo hasta que los empleados comienzan a salir. Me da miedo que el primero en aparecer sea Lorién y tenga que inventarme alguna excusa sobre qué hago allí. Se lo podría contar a Marcos y entonces tendría que confesarle que su adversario imaginario no es tan imaginario. Aunque tampoco es adversario. Iván no puede competir con Marcos. Marcos jamás huyó con el rabo entre las piernas, Marcos siempre está. Aunque sea trabajando.
Tengo suerte, porque Iván traspasa la puerta antes que el dueño del taller. No lleva la ropa de trabajo, va vestido con una camiseta blanca y unos pantalones cortos de deporte negros. Se está colgando una mochila a esas espaldas sorprendentemente anchas y de su brazo pende un casco de moto. Lo observo en silencio durante los minutos que tarda en reparar en mi presencia. Cuando me divisa, un gesto casi imperceptible que denota su sorpresa se dibuja en su rostro y anda hacia mí con una media sonrisa en los labios. Esa expresión traviesa me volvía loca.
—Hola, Sofía —me saluda.
—Hola.
Nos miramos un buen rato y sé que él me estudia, probablemente se ha dado cuenta de que estoy nerviosa. Antes me leía muy bien.
—¿Te ha dado algún problema el coche? —me pregunta más por llenar la ausencia de palabras que porque piense que así ha sido. Yo niego—. ¿Entonces?
—Vengo a aceptar esa invitación a tomar algo.
Se le escapa una carcajada sorda y desvía los ojos. Me fijo en su cicatriz, intacta en la ceja. Me fijo en su nariz, que sigue destacando en ese perfil tan armonioso. Me fijo en su piel, sin marcas, sin imperfecciones.
—Muy típico de ti —me espeta y yo me encojo de hombros—. Lo de decidir siempre, el marcar los tiempos, ya sabes. El otro día no, hoy sí. ¿Por qué querría yo ir contigo a ningún sitio? Puede que tenga planes. ¿Te has parado a pensarlo?
Abro la boca y la cierro. No. No lo he pensado. Y tampoco esperaba que fuera tan borde conmigo. No obstante, si lo que Iván busca es a la Sofía adolescente que saltaba al a primera de cambio, no la va a encontrar. Tengo treinta y dos años, por favor, soy muy capaz de dominar mis ganas locas de acribillarle a palabras hirientes.
—Vale, si no puedes, no ocurre nada.
Me doy la vuelta y camino apenas tres pasos cuando lo escucho de nuevo.
—¿Y ya está?
—Claro —digo tras girarme—. Tienes razón, no puedo pretender que suspendas lo que sea que tengas que hacer.
—¿Qué ha cambiado, Sofía? —me pregunta y se acerca a mí mucho, demasiado. Tanto que resulta evidente que tienen duchas en el taller porque acaba de darse una, puedo oler el jabón que acaba de emplear.
—Nada. El otro día me pillaste cansada y desprevenida. He tenido tiempo para cavilar y decidir que sí, que quiero esa explicación, aunque sea quince años después. Quiero saber por qué me dejaste así, por mucho que no vaya a modificar nada en el presente. Si algo me ha enseñado la vida es que las heridas hay que cerrarlas. Y la tuya sigue abierta. Quiero que esto se acabe, Iván. Quiero que me digas lo que ocurrió y así, dejarte atrás.
Me mira con esa intensidad que solo le conozco a él y me estremezco. No puedo decidir qué le han parecido mis palabras porque su rostro es inescrutable, duro, pensativo. El tiempo se expande como un chicle mientras él se queda ahí, de pie, frente a mí. Después traga saliva y asiente.
—De acuerdo. Hablemos para que puedas pasar página. Te lo debo. —Saca el móvil del bolsillo y lo desbloquea—. Deja que avise a Cris.
De repente, me falta el aire. ¿Cris? ¿Quién es Cris? Y así es como me percato de que Iván es muy capaz de volver a partirme en dos.
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Todos los inviernos sin ti
Romance⚠️Pronto disponible en Amazon. Aquí solo quedan los primeros capítulos ⚠️ **ATENCIÓN: ESTA ES LA SEGUNDA PARTE DE AQUEL VERANO CONTIGO. SI NO HAS LEÍDO LA PRIMERA, PUEDE QUE TE PIERDAS ALGÚN DETALLE...** Ya han pasado quince años desde que Iván se m...