8. Reencuentros

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He tardado dos semanas en ponerme en contacto con Iván. Me resulta raro poder comunicarme con él vía WhatsApp, sin preocuparnos de si nos van a cobrar de más por que un mensaje de texto ocupe demasiado. Cómo ha cambiado todo desde 2007. Incluso nosotros. Iván siempre fue un misterio que jamás se terminaba de desvelar, pero es que ahora no tengo ni idea de lo que pretende. Es evidente que quiere quedar con nosotras, me lo ha puesto demasiado fácil, sin embargo, el motivo lo desconozco: ¿lo hace en honor al pasado o busca algo más? Espero que no sea esto último porque no voy a dárselo. Lo nuestro está acabadísimo.

Hemos quedado en el centro de Zaragoza. La intención es cenar todos juntos y, después, tal vez, tomar una copa. Puede que salir por la zona de bares del Casco Antiguo. Conociendo a Andrea, seguro que nos lía a todos y terminamos dándolo todo en alguna discoteca decadente.

Entro al salón mientras me ajusto un pendiente. Marcos, que está sentado en el sofá cambiando de canal compulsivamente, se gira cuando me escucha. Justo hoy que tengo planes, ha llegado pronto, qué suerte la nuestra. Me silba admirado y yo sonrío. Sí. Me he arreglado bastante. ¿Que si soy de las típicas chicas que tratan de impresionar a su ex y demostrarles que la vida les va de muerte sin ellos? Un poco sí, para qué mentir.

—Vaya, vaya, Sofi —me dice—. ¿Seguro que no puedo ir yo? Quiero mirarte toda la noche.

—Noche de chicas —miento. Soy incapaz de confesarle que he quedado con ese joven que tanto me marcó. Y me siento fatal por ello. Más aún cuando se levanta para darme un beso intenso en los labios, de esos que prometen mucho más cuando vuelva a casa.

—Despiértame cuando llegues.

—Es probable que no tenga tan buen aspecto —bromeo.

—Tú siempre tienes buen aspecto, cielo —me piropea y yo me río. Me separo de él para coger el bolso y, tras despedirme, salgo de casa con el móvil en la mano para avisar en el grupo de que estoy de camino.

He quedado con las chicas en la puerta de El Corte Inglés de Sagasta y después nos reuniremos con los demás en el Paraninfo (1), como vivo cerca y he salido con tiempo, ando despacio. Emma ya está en un banco cuando llego. Tiene la vista clavada en el infinito y parece preocupada. Sin embargo, cuando me ve aparecer, le cambia el semblante y me dedica una sonrisa abierta, pero sus ojos dicen otra cosa.

—¿Todo bien? —me intereso.

Ella asiente. Sé que me engaña, y también sé que no le voy a sacar nada, ella jamás nos amargaría la noche y, además, es reservada hasta decir basta. Me consuelo pensando que puede que simplemente sea algo relacionado con el trabajo, asuntos que no suele compartir con nosotras. Aunque sí con Marcos. Y de Marcos me llegan a mí de rebote.

Andrea, cuyo rasgo distintivo es la impuntualidad (además de la impulsividad y la impaciencia y tal vez otras cualidades que empiecen por im- y que ahora mismo no se me ocurren), aparece cuando ya pasan diez minutos de la hora a la que hemos quedado con ellos. Ninguna se lo reprochamos, primero porque no merece la pena, ella es como Gandalf, «llega exactamente cuando se lo propone»; y, segundo, porque para hacerse esas ondas en el pelo y ese maquillaje digno de revista de moda ha tenido que perder mucho tiempo, así que, sí, está justificada su demora.

Caminamos conversando y riendo hasta el lugar de encuentro, estamos nerviosas. Ellos ya están esperando, colocados en círculo, charlando tranquilos, o eso parece. Impresiona verlos quince años después. Al menos a mí. El primero en acercarse a saludar es Niko, que sigue siendo imponentemente alto, aunque ahora cada músculo de su cuerpo a la vista está definido a la perfección. Parece una estatua griega, se nota que se dedica en cuerpo y alma a mantenerse en forma. Todavía lleva colgada al cuello la cadena con la placa que le dio el nombre, el único recuerdo de sus padres biológicos. Me da la sensación de que intenta dejarse crecer la barba, sin embargo, es tan rubito que apenas tiene cuatro pelos en la cara. Niko se ha convertido en un hombre de aspecto temible. Podría haber sido el perfecto portero de discoteca, estoy segura de que nadie se hubiera atrevido a saltarse las normas del local.

Todos los inviernos sin tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora